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Tomar el pelo

© Juan Bosco Castilla

 

            Hubo una vez, en un pueblo de Los Pedroches, un barbero que, aun siendo poco diestro en el oficio, había conseguido una mínima holgura económica a fuerza de escamotear pagos, hacerle la pelota a los ricos y estafar a los incautos. Lejos de sentir dolor o  algún remordimiento por ello, disfrutaba con cada una de sus pequeñas fechorías, a las que tomaba como el resultado de un juego que ponía a prueba su inteligencia y la inteligencia de los demás. “Son todos cuatro pardillos”, solía decirse asomado a la puerta de su barbería los días de mercado, ante el ir y venir de gente que pasaba por delante de su puerta sin detenerse.
            Aquel desprecio era meditado y consciente. “Me odian”, se decía contento desde el rocoso pedestal a donde se aúpan los soberbios, sintiéndose blanco del rencor ajeno, admirado y envidiado. Pero lo cierto era que los vecinos del pueblo tenían cosas más importantes en qué pensar que en la vida de aquel barbero, y que sólo lo odiaban los pocos clientes que había logrado conservar, obligados por un compromiso familiar o un interés espurio, precisamente aquellos a quienes él consideraba sus amigos. 
            Es digno de contarse que estando una vez asomado el barbero a la puerta de su casa, que era también la de la barbería, vio venir una yunta de mulos y un carro cargado de leña de encina precedidos por un forastero medio de su edad, vestido con ropas raídas cuando no remendadas y andares y trazas de campesino penco. “Traigo una carga de leña. ¿Quién la quiere?”, voceaba aquel hombre a gritos que parecían ásperos y terrosos incluso a los rudos gañanes que a aquellas horas tomaban aguardiente en la taberna de la esquina. El barbero, que aunque había estado guardando puercos en su niñez pronto había cambiado el campo por el pueblo, sonrió burlonamente. “Yo necesito leña”, pensó luego. El carro se acercaba despacio, envuelto en las voces del campesino, el repiqueteo de las bestias y el crujido de las enormes ruedas de madera sobre el irregular empedrado.
            – Maestro, ¿cuánto vale la carga? –le preguntó poco antes de tenerlo frente a sí.
            Aunque el campesino le dio un precio más bajo de lo razonable, el barbero contestó con los aspavientos del que se siente engañado.
            – Vaya usted haciéndose a la idea de que se la tiene que tragar –le dijo.
            El barbero era la primera persona que se interesaba por la mercancía. Quizá nadie más lo hiciera, pensó el campesino. Quizá, en efecto, el precio fuera alto. En su pueblo había leña de sobra y si volvía a él sin venderla estaba seguro de que tendría que quedarse con ella, y su familia no necesitaba la leña, sino el producto de la venta.
            – Póngale usted el precio –dijo el campesino.
            El barbero dio un precio leonino.
            – Prefiero quemarla en la plaza el día de la Candelaria –contestó el campesino.
            – Sería como quemar los billetes que pensaba darle por ella.
            La imagen de los billetes ardiendo, por pocos que fueran, acabó convenciendo al campesino, quien todavía hizo un último intento, que resultó inútil, por subir el precio de la mercancía.
            Ajustado el precio, el campesino ató las bestias a la argolla de la fachada, calzó las ruedas con cuñas de madera y se subió al carro para soltar las sogas que sujetaban la carga y bajar un pavo que había comprado poco antes para sustituir al viejo pavo de su corral. El barbero, que lo veía hacer desde la puerta de su casa, descubrió enseguida mimbres bastantes para tejer una jugarreta. De hecho, las varias horas que estuvo el campesino bajando la leña del carro y llevándola al huerto, estuvo él, ocioso como casi siempre, frotándose las manos y sonriendo, alabando su inteligencia y disfrutando ya del resultado cierto de una truhanada aún por venir.
            Cuando terminó de meter la leña, el campesino, hambriento y exhausto, cogió el pavo, que atado de patas había estado todo el tiempo pegado a la fachada de la casa, y lo subió al carro.
            – Venga, que lo voy a afeitar –dijo entonces el barbero.
            El campesino, confundido por aquel tono a la vez imperativo y generoso, creyó que el barbero se compadecía de él, y, por no contrariar el favor desinteresado que quería hacerle aquel hombre, consintió ir hasta el sillón de la barbería, donde aturdido por el cansancio y un mar de chascarrillos se dejó no sólo afeitar, sino pelar, aunque no tenía el pelo muy largo.
            – Se ha quedado usted que parece otro –dijo el barbero mientras sacudía de pelos la baberola.
            El campesino se miró al espejo, complacido, y hablando de ferias y de toros salieron ambos de la barbería.
            – ¡Alto ahí! –dijo el barbero en cuanto estuvieron en la calle, simulando sorpresa con el desparpajo de un cómico–. Baje usted ese pavo del carro, que el pavo es mío.
            El campesino no protestó porque no entendió lo que se le decía.
            – Yo le pregunté cuánto valía la carga, no la leña, –continuó el barbero–, y por la carga ajustamos el precio. Así que la carga incluye la leña y el pavo.
            Era una artimaña que el campesino en modo alguno podía consentir. Protestó, aunque de una forma atolondrada, como protesta el que se sabe atrapado en un desliz.
            – Yo no quiero engañar a nadie ni quiero que se sienta usted engañado –dijo el barbero–: si no le parece bien, deshacemos el trato: para usted la leña y el pavo y para mí las perras.
            Deshacer el trato con la leña apilada en el huerto era lo último que el campesino podía aceptar.
            – Venga, las perras –dijo.
            El barbero sacó la cartera y le dio mucho menos de lo acordado.
            – Aquí faltan perras, maestro –protestó el campesino.
            – ¡Cómo! ¡El trabajo es sagrado! ¿No me cobra usted su trabajo? Pues lo mismo cobro yo el mío –contestó el barbero conteniéndose la risa.
            – ¡Muy caro cobra usted, maestro! –dijo el campesino después de hacer un nuevo recuento del que, por ser pocas las perras, acabó enseguida.
            – Es que ha ido usted a dar con el mejor barbero de Los Pedroches, y eso se cotiza alto, amigo.
            – Para los bailes a los que yo voy a ir... –dijo el campesino entre dientes, pero no insistió en sus protestas porque al punto supo que darle más importancia al engaño sólo serviría para engordar la vanidad de aquel truhán.
            El campesino se fue, y el barbero se sentó en el sillón de los clientes y se mondó de risa solo, a la espera de que entrara algún parroquiano para, como un galán indecoroso hace con sus conquistas, presumir de una hazaña que lo engrandecería ante los envidiosos ojos de sus vecinos.
            Unos pocos meses más tarde, a eso del anochecer, abrió un hombre la puerta de la barbería. El barbero estaba sentado en la sala de su casa, al amparo de un acogedor brasero de picón, medio en penumbra, cuando oyó voces que lo reclamaban. Aquel día no había pelado ni afeitado a nadie.
            – Maestro, ¿nos afeita usted a mi compañero y a mí? –dijo el hombre por el entreabierto.
            – Casi no se ve. Tendría que ser a la luz de un candil.
            – Pues que sea: nos fiamos de su pulso. ¿O no es usted el mejor barbero de Los Pedroches?
            No sonó a burla ni con sorna ninguna, o al menos eso le pareció al ensoberbecido barbero.
            – Muy bien, pasen ustedes –contestó éste.
            – Mi compañero esperará en la calle, que es muy inquieto y le cuesta trabajo amoldar el culo a una silla –aseguró el recién llegado. Cerró la puerta y se sentó en el sillón.
            El barbero mojó la brocha en el agua de la jofaina y, luego, mientras la frotaba sobre la barra de jabón, miró la cara que iba a afeitar y, después de chasquear la lengua, dijo:
            – No he visto pelambrera más montaraz en mi vida.
            – No lo dirá por lo crecida, que sólo llevo cinco días sin afeitarme.
            – Por lo recia y espesa lo decía. Por contento me daré si no se me mella la navaja.
            El barbero andaba preparando el camino para que aquel hombre, aun yéndose sin rasguños ni mataduras, no se escapara sin un buen sablazo.
            – Está bien –dijo el cliente deteniéndole la mano cuando ya iba a enjabonarle la cara–. Dígame, antes de que empecemos, cuánto me va a cobrar, no vaya a ser que luego el precio me parezca abusivo.
            El barbero se sintió descubierto en el engaño. Aun así, dio un precio muy por encima de lo que solía cobrar con la intención de aplicar luego un descuento si el cliente hacía ademán de marcharse. 
            – Un poco caro me parece –respondió aquel hombre.
            – Tenga usted en cuenta que esta tarifa sólo la cobro en circunstancias excepcionales.
            – Está bien. Pero sepa que mi compañero tiene más pelambrera, y más crecida, recia y espesa.
            La aceptación dio alas al barbero: dos afeitados a aquel precio valían tanto como un día entero de trabajo.
            – Lo afeitaré, aunque traiga las barbas de un eremita –dijo–. Si tengo las tarifas tan altas es porque nunca digo que no.
            El barbero aplicó por fin la espuma y, echándole mucho teatro para argüir una dificultad que no existía, le rasuró por fin la barba.
            – El señor está servido –dijo cuando terminó, con una sonrisa que parecía de complacencia y era de burla.
            El cliente se levantó y se acarició la cara dando vivas muestras de satisfacción.
            – Voy a decirle a mi compañero que pase –dijo después.
            El barbero lo vio salir y a la nada oyó en la calle un ruido que no tuvo tiempo de descifrar, porque de pronto se abrió la puerta de la barbería y entró, solo como cualquier parroquiano, un burro grande, de color ceniciento, que después de tirar una silla y la jofaina se quedó mirándose en el espejo con atónita atención.
            – Este es mi compañero –dijo el cliente anterior al entrar de nuevo en la barbería–. Ahora, aféitelo, que yo le pagaré por ello el precio que corresponde.
            – Ni hablar. Yo no afeito burros, sino personas –contestó el barbero descompuesto.
            – Este es mi compañero, usted dijo que lo afeitaría y lo va a afeitar. ¿Se acuerda de una carga de leña que compró hace varios meses? Yo se la vendí. Tampoco iba incluida en ella el pavo y, sin embargo, usted fabricó un enredo con la ambigüedad de unas palabras para quedarse con él.
            La determinación del barbero para no afeitarlo era igual al empeño del campesino por afeitarlo, pero la fuerza física del campesino era mayor, el burro ya estaba en la barbería y al barbero no le interesaba buscar en la vecindad un apoyo que descubría el engaño y lo humillaría. Así que al barbero no le quedó más remedio que afeitar al burro desde el hocico hasta el rabo.
            Al día siguiente, el campesino paseó al burro por el pueblo ante la admiración de los vecinos. A todos los que le preguntaron, que fueron muchos, le contó con pelos y señales la historia, que remataba, a la manera de una fábula, con una moraleja. “Por listos que nos creamos, siempre hay otro más listo que nosotros”, decía.