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El caballo matalobos

© Juan Bosco Castilla

 
            Dicen en Los Pedroches que un día de hace mucho tiempo llegó a un pueblo de esta comarca un arriero ni más mal hablado ni más borracho ni más mentiroso que otros. Cuentan que traía una recua en nada distinta de las que solían trajinar por aquellos pagos, a no ser porque detrás de las mulas, a unos metros de distancia, iba enganchado un jamelgo cuya única carga era su propio aparejo y unas alforjas de piel casi vacías y, aun así, parecía agobiado por el peso, hasta el punto de que, por ir siempre con el cabestro tenso, resultaba un lastre para las demás bestias. El arriero, subido en el animal que encabezaba la recua, miraba de vez en cuando para atrás y jaleaba a las mulas con blasfemias, maldiciones y amenazas atroces que en nada modificaban el ritmo de la marcha. Al caballo, sin embargo, solía referirse en concreto,  maldiciendo sus defectos y, sobre todo, nombrándolo con las virtudes de las que carecía, y así solía llamarlo a grandes voces gordo, fuerte, valiente, titán, sansón, roble, indómito, invencible y de otras muchas formas que aquí no se mencionan por no hacer más prolija la narración.
            Aquel día, al cruzar las montañas que sirven de linde con La Mancha, las bestias habían olido los orines de los lobos. Las mulas, aunque conocían el olor, no habían hecho ademán contrario alguno ni se había resentido su paso. Pero el caballo había dado un respingo y echado a correr arrastrando consigo a todos los animales de la recua, con una fuerza increíble para un cuerpo tan falto de musculatura, que más parecía del otro mundo que de éste. El arriero, con la sorna que lo caracterizaba, ya lo había llamado varias veces matalobos desde el suceso.  Y así volvió a llamarlo mientras cruzaba por las calles del pueblo, con la burla como única intención, sin sospechar siquiera las consecuencias que aquellas palabras suyas habían de tener en el vecindario. “¡Arre, matalobos!”, dijo a grandes voces. El caballo sólo entendió la mala índole de los gritos, y lo mismo hicieron las mulas, pero había allí, por casualidad, un hombre llamado Bernardo, de poco más entendimiento que las bestias, que, sin embargo, por lo estrafalario de su indumentaria (“es la moda”, decía él), porque hablaba muy fino y porque había vivido en Madrid gozaba de la autoridad de un sabio entre las señoras de algunos próceres del pueblo.
            – ¿Cómo ha dicho usted? –le preguntó enseguida al arriero.
            A éste le hicieron gracia las trazas del curioso, y por seguir con la chanza y sin detener la marcha, le contestó con un poquito retintín:
            – He dicho: ¡arre, matalobos!
            – ¡Matalobos! –exclamó  Bernardo como para sí. Y a continuación le preguntó al arriero–: ¿Por qué lo ha llamado matalobos?
            El arriero podía haberle contado los hechos que aquella mañana habían acaecido en la sierra, pero la recua se alejaba de aquel hombre y no era cuestión de detenerse y bajarse de la mula para aclarar semejante pamplina. Y además, ¿qué importaba? Lo había llamado matalobos, ¿no? Pues eso.
            – Porque mata a los lobos, jefe. Porque mata a los lobos –contestó.
            – ¿Está seguro?
            – Segurísimo. No hay lobo que se le resista –remató el arriero casi a voces, para superar la distancia que los separaba y el crepitar de las herraduras sobre el empedrado.
            Bernardo esperó a que traspusiera la recua y luego echó a correr en busca del alcalde. Los parroquianos del casino, que eran gente con modales y de hábitos sedentarios, interrumpieron sus partidas de cartas y sus lecturas de periódicos cuando a través de los amplios ventanales del establecimiento lo vieron venir con unas urgencias exageradas incluso para casos de vida o muerte y se rieron a carcajadas entre comentarios sangrantes (no era sana la envidia que le tenían por su éxito con las mujeres) hasta el mismo momento en que se abrió la puerta de la calle, que volvieron a sus cartas y a sus periódicos como si nada hubiera pasado. Bernardo se plantó en el centro del salón mirando a todas partes, jadeante y sudoroso, y, como no veía a quien buscaba, preguntó en voz alta, a nadie en particular, por Ginés, el alcalde.
            – ¿Qué pasa? ¿A qué vienen esas prisas? –contestó más disgustado que preocupado un hombre de unos sesenta años, colorado, mediano y bastante grueso, que estaba sentado de espaldas a una mesa donde se jugaba un tute.
            – Que he encontrado una solución para el problema de los  lobos –dijo Bernardo–. Pero tiene que ser ya o el remedio se nos va del pueblo.
            – Espera a que acabe la partida –le respondió el alcalde, impregnando de desaire la demora.
            – O ahora o nunca. Vamos, por el camino te lo explico. Vamos ahora mismo o se lo llevarán los de otro pueblo.
            Tantas y tan sentidas urgencias y, sobre todo, el recelo de que otros aprovecharan lo que ellos habían dejado pasar, conmovieron la resistencia no ya sólo del alcalde, sino la de los demás parroquianos del casino.
            Muchos fueron los que salieron a toda prisa detrás de Bernardo, quien difícilmente se hacía oír entre tantas voces como le preguntaban. Al fin, ya cerca de la vía que cruzaba de norte a sur la población, el grupo al completo conocía la noticia de que había un caballo que mataba a los lobos. “No se nos puede escapar”, dijo entonces uno de los que corrían. “Yo he perdido quince ovejas”, dijo otro. “Y yo veinte”. “Y yo veinticinco”. “Y si se nos escapa se reirán de nosotros donde se queden con él”.           
            Encontraron al arriero cerca de las afueras, a punto de enfilar el camino que lo llevaría a una población vecina.
            “Ahí está”, dijo Bernardo medio asfixiado, y enseguida, con la vanidad que se mueve un salvador entre sus salvados, llamó a grandes voces al arriero y le ordenó que se detuviera. El arriero miró atrás sin detener la recua y al ver un barullo de señores trajeados y con la cara congestionada que corrían hacia él, sintió el desvarío de quien vive un acontecimiento imposible. “Yo no he hecho nada”, pensó. “Pero como soy forastero y pobre creerán que he sido yo, me juzgarán y me darán una soba de palos, seguro”. De haber ido a lomos de un caballo, hubiera huido al galope, pero iba a lomos de una mula y llevaba enganchada una recua más lenta que una yunta de bueyes. Se detuvo y, entre un mal avenido coro de rogativas que con el pánico creyó improperios, se avino a lo peor. Por eso no supo qué hacer ni qué decir cuando se vio sitiado por aquellas caras abotargadas que lo urgían a dar una contestación.
            – ¡Silencio! –terció el alcalde por fin, con una voz que se elevó sobre el griterío y produjo un efecto inmediato–. Parecemos pollos hambrientos rodeando a una pájara –añadió luego para dar solidez a su autoridad, ya con el volumen normal de quien se sabe el único en el uso de la palabra.
            El alcalde todavía desafió a los suyos con una mirada circular antes de levantar la vista para hablar con el arriero, que seguía subido en la mula.
            – Vamos a ver –dijo por fin, en un tono exageradamente amigable–. Así que según usted ese caballo mata a los lobos.
            Precisamente por lo exagerado, aquel tono parecía una trampa para cogerlo en un renuncio. La verdad, sin embargo, ya era impracticable: si decía que aquel caballo no mataba a los lobos, quedaba por mentiroso allí mismo, pues uno de aquellos hombres era el panoli con el que se había topado a poco de entrar en el pueblo. Pero si decía que el caballo mataba a los lobos, también quedaría por mentiroso en cuanto el caballo sintiera no ya la presencia, sino cualquier rastro de esos animales. La elección, pues, estaba entre un mal cierto y un mal posible, y el arriero no tuvo dudas.
            – Por supuesto que mata a los lobos –aseguró con una convicción que no admitía réplica.       “Os lo dije”, gritó entonces Bernardo, henchido de vanidad. El alcalde hubo de mandar otra vez silencio, pero ahora porque sus acompañantes se dirigían a él exigiéndole que comprara sin dilación aquel portentoso caballo.
            – Si es verdad que mata a los lobos, nos interesa –le dijo luego el alcalde al arriero–. Póngale precio, y a ver si nos avenimos.
            El arriero, que había estado a punto de verse cegado por el miedo, se veía de pronto en la cómoda posición de un pícaro rodeado de pardillos, bajo la única amenaza de su propia avaricia.
            – Que mata a los lobos es tan cierto como que todos hemos de morir. Pero no tenía pensado venderlo aquí, sino en un pueblo más grande y con más lustre que éste, donde pudieran darme por él lo que vale en realidad.
            – Oiga, que este pueblo, aunque chico, tiene mucho lustre, y aquí hay gente con perras bastantes para comprar cien caballos como el suyo –gritó, indignado, alguien del grupo.
            El alcalde levantó la mano para pedir silencio y unidad: sólo debía hablar uno, si no querían perder el caballo o pagar por él mucho más de lo que valía.
            – Usted pida por su boca –dijo el alcalde–, que ya veremos nosotros si podemos o no podemos pagarle.
            El arriero se acarició la barbilla: el caballo no valía nada, de manera que por poco que le dieran salía ganando. Pero aquellos hombres parecían dispuestos a pagar por el animal más de lo que él podía imaginar. Sin referencias, al pedir un precio podía dejar de ganar dinero o amenazar lo que podía ser un magnífico trato.
            – El caso es que no sé a cómo están los caballos matalobos, porque nunca se ha vendido ninguno. Así que su precio dependerá no de lo que yo pida, sino de si me gusta o no lo que quieran darme por él, que ha de ser mucho, tanto como para disuadirme de que no sacaría más vendiéndolo en otro pueblo.
            El alcalde aceptó el ofrecimiento y enseguida se hizo sitio para acercarse al caballo.
            – Más parece un jamelgo que un caballo matalobos –dijo tanteando el ánimo del arriero.
            – Con mala comparación empezamos, señor mío –contestó éste–, pues estoy seguro de que usted, por no haber visto ninguno, no sabe cómo son los caballos matalobos.
            – Aunque sea matalobos, si estuviera menos flaco mataría más, eso no creo que pueda ponerlo en cuestión –dijo el alcalde.
            – Porque está flaco es matalobos. Igual que porque está delgado el galgo es galgo. ¿Mantendría usted en una conversación entre hombres razonables que un galgo gordo como un mastín harto de comer es mejor cazador de liebres que un galgo flaco?
            – Desde luego que no –contestó el alcalde, un punto cortado–. Pero hasta los galgos han de tener sus carnes, aunque sean pocas. Y este caballo no es más que un esqueleto forrado de pellejos.
            – Eso no es un argumento, sino una exageración que sólo busca un buen precio. Si una vez que lo compren quieren engordarlo, denle de comer todo lo que quieran, que el caballo tiene buenos apetitos. Pero han de saber que los caballos matalobos son como los toreros o los grandes descubridores de tierras, y si a éstos es el hambre el que les hace dejar su casa con la intención de triunfar o comerse el mundo,  a aquéllos es el hambre el que les hace perseguir a los lobos y matarlos.
            El alcalde iba quedándose sin argumentos poco a poco, a la vez que algunos del grupo empezaban a mostrar signos de descontento. ¿Qué más daba si el caballo estaba gordo o flaco si no lo compraban para hacerlo chorizo?, se decían. Lo importante era que matara a los lobos. Y si mataba a los lobos, valía lo que aquel hombre quisiera cobrarles.  El alcalde se dio cuenta de que cuanto más tiempo pasase más débil sería su posición y, finalmente, ofreció un precio.
            – Yo había pensado en por lo menos el doble –contestó el arriero, suponiendo que aquel hombre había propuesto una cifra muy inferior a la que estaba dispuesto a pagar.
            – ¿El doble? Más nos vale dejar que los lobos se coman al ganado.
            – Pues que sea. Quédense ustedes como están, que yo me iré a otro pueblo donde quieran criar ovejas y no lobos.
            El arriero levantó las riendas y arreó a la mula que le servía de montura, dando con ello por concluida la conversación. Pero el alcalde enganchó a la mula por una tira de la cabezada y no la dejó echar a andar.
            – ¡Qué clase de tratante es usted! –dijo, sinceramente enfadado–. A mí no se me deja con la palabra en la boca. A ver, ni para usted ni para nosotros: partamos por la mitad, que es lo corriente en estos casos, deje aquí el caballo y vaya usted con Dios.
            El arriero, al ver la cara que había puesto aquel hombre, supo que la cuerda había dado de sí todo lo que podía, y que si seguía tensándola acabaría sin caballo, sin dineros y quizá con algún cardenal más de la cuenta.
            – Salgo perdiendo, que conste, y lo que no cobro ahora espero en cobrarlo en regalos y agradecimientos cuando el caballo libere de lobos a estos campos –aseguró.
            – Téngalo por seguro, que este pueblo es de gente agradecida –dijo el alcalde.
            Y en cuanto hubo acabado de hablarle al arriero, dirigiéndose a quienes le habían acompañado, añadió:
            – Ea, la mitad la paga el Ayuntamiento y la otra mitad se paga con una derrama entre propietarios. Vaciad los bolsillos, que ya echaremos cuentas.
            Aunque aquellos hombres entregaron los dineros que llevaban encima, no recaudaron ni una cuarta parte de lo necesario, por lo que, a instancias del alcalde, quienes vivían cerca debieron ir a su casa a buscar lo que faltaba, que era mucho, tanto, que con lo que acabaron juntando podían haber comprado los diez mejores caballos de la comarca, a pesar de lo cual pagaron al arriero  con el sentimiento de que lo estaban engañando, y más de uno se rió por lo bajo al recordar las esperanzas del comprador de cobrarse en regalos y agradecimientos.
            – Vaya usted con Dios, y diga por donde pase que ya se puede transitar tranquilo por los caminos de nuestro término –dijo el alcalde.
            – Lo diré, no se preocupe –contestó el arriero de mala gana, dando con ello la impresión de que se dejaba el caballo poco menos que a la fuerza.
            El arriero arreo a su mula y pronto desapareció con su recua en un recodo de la calle. Los compradores no lo vieron hartarse de reír, ni estaban para atender a nada que no fueran los atrayentes brillos de su triunfo. También ellos se hartaron de reír, y más si cabe, pensando en lo barato que les había salido el negocio. Mientras contaban sin parar chistes y chascarrillos de arrieros y de necios, llevaron el caballo, todos juntos, a un corral que el ayuntamiento tenía en la otra punta del pueblo, donde solían guardarse los animales mostrencos y la burra que utilizaba el alguacil cuando iba a pregonar. El menos trajeado del grupo revolvió entre la paja del pesebre casi medio celemín de cebada que el caballo se comió después de mucho roncharla, pues tenía la dentadura hecha mixtos.
            – Por si acaso lleva razón el arriero, no podemos darle a la bestia demasiadas alegrías en la comida, no vayamos a trocar al galgo en mastín –dijo el alcalde.
            Dejaron al alguacil con el encargo de que no se alejara más de cien pasos del corral y ellos se fueron al casino a esperar a que se apagara la tarde. Bebieron a cuenta, pues casi todos tenían los bolsillos vacíos, sin conciencia de límites y a buen ritmo, con el mismo aire apoteósico que si estuvieran celebrando una victoria reciente en la que les había ido la vida.
            Empezaba a anochecer cuando el alcalde propuso dejar el caballo en un monte cercano donde los lobos llevaban varios meses haciendo una ricia enorme en la ganadería. Aunque algunos se resistieron con el falaz argumento de que había más días para matar lobos que para emborracharse, la mayoría quiso aprovechar cuanto antes las habilidades del caballo (tiempo tendremos de emborracharnos cuando vengamos, dijeron), así que poco después lo estaban dejando en un cruce de caminos, atado a una mata de jaras pringosas con un nudo que podría deshacer él solo tirando del cabestro.  
            – Al oler a los lobos, se soltará, los perseguirá y los destrozará a patadas –dijo el alcalde, como si predijera el inexorable funcionamiento de un aparato mecánico.
            Durante el camino de vuelta, enardecidos por el alcohol y la buena compañía, aquellos hombres fueron echando cuentas de los cadáveres de lobos que encontrarían al día siguiente. Unos dijeron que no más de diez, pues los lobos eran seres tan infatigables ante el daño que unos pocos de ellos eran capaces de aparentar que eran por lo menos cien. Otros dijeron que no, que lo lobos, como los demás animales, también se cansaban, y que, además, tenían que pararse a comer lo que habían matado, de manera que tanto destrozo como el que venían haciendo no podía ser hecho por menos de veinte o treinta ejemplares, si no por más. Y uno de los que iban, que había estudiado gramática latina y lógica, dijo que si por los destrozos parecía que había cien lobos en aquel monte sería porque de veras los había.
            Decir cien lobos era una exageración. De haber habido cien lobos, se hubieran comido unos a otros o hubieran entrado en el pueblo a comerse a los cerdos de los huertos y, quizá, a los ancianos y a los niños. De haber habido cien lobos, ni el mejor caballo matalobos del mundo hubiera podido limpiar aquel monte en una sola noche. De haber habido cien lobos, no podrían ellos estar bebiendo vino hasta las tantas, porque con cien lobos en el monte es tan grande la preocupación que se pierden las ganas de beber. Habían de ser menos, muchos menos, y con muchos menos ya estaban sobrando todos. Por eso, aunque habían comprado a precio de oro un caballo esmirriado, o quizá por eso (porque lo exagerado del precio los obligaba a pensar en el éxito) estaban, más que satisfechos, eufóricos, como si ya fuera el día siguiente y se hubieran fatigado de amontonar cadáveres de lobos.
            Los primeros, sin embargo, tuvieron que matarlos ellos, pues ocurrió que los lobos atacaron al caballo matalobos y que éste, buscando la seguridad de los humanos, salió corriendo en dirección al pueblo con la rapidez a que fuerza la desesperanza, perseguido de lejos por cinco ejemplares, quizá por lo hambrientos, incansables, que entraron con él en el casco urbano cegados por el afán de cazar y mucho más frescos, echándole ya el aliento en las patas y amenazándole con una mirada quieta los ijares. Cuando todas las casas estaban cerradas y dormido casi la totalidad del vecindario, los parroquianos del casino que estaban de cara a la calle vieron pasar aquella comitiva imposible con el mismo desvarío que al despertar se recuerda la caótica imagen de un sueño. De hecho, los que no lo vieron no dieron crédito a los que lo vieron, y tuvieron que sentirse voces en la calle y oírse gritos de “los lobos”, “los lobos”, para que aquellos hombres incrédulos empezaran a dudar de sus certezas. 
            Pocos minutos después, no sólo ellos, sino el pueblo al completo estaba delante de la iglesia sin saber qué hacer con los cinco lobos que se habían quedado encerrados. Por increíble que parezca, el caballo matalobos había buscado cobijo en aquel recinto sagrado (cuya puerta principal había olvidado cerrar el anciano titular de la parroquia), adonde entró perseguido por los lobos, y, tras sufrir alguna dentellada superficial, había vuelto a salir a la calle dejando la puerta emparejada y, con ello, a los lobos dentro (como nadie lo vio, sólo por conjeturas pudo encontrarse una explicación razonable a la fuerza que movió la pesada hoja de la madera maciza: unos dijeron que fue una corriente de aire, otros que un golpe fortuito del propio caballo, y hubo quien achacó aquel prodigio exagerado a un milagro de San Lorenzo, del que había una pequeña estatua en una hornacina excavada en el muro, muy cerca de la puerta).
            Ya de día, los compradores del caballo, bajo los últimos efectos del alcohol, mataron a los lobos a escopetazos imprecisos disparados desde la balconada interior que hacía las veces de coro, entre un alboroto de gritos y risotadas que tapaban los ruidos del desastre que se estaba produciendo entre las bancas del templo. Fue una carnicería, incluso para las rudas mentes de los pastores, que odiaban a los lobos con el respeto que se tiene a un enconado enemigo. Y fue un sacrilegio para los muchos creyentes de aquel pueblo, aunque ninguno se atreviera a hacer público su disentimiento.
            Los compradores del caballo salieron de la iglesia con el aire triunfante de un bobo que hubiera disparado en un corral contra una piara de corderos. Sólo algunos se fueron a dormir. La mayoría volvió al casino para hacer explícita su satisfacción y matar el sueño con un café y dos o tres copas de aguardiente seco que, finalmente, fueron cinco o seis. Casi media mañana sería cuando los más tardíos volvieron a su casa. Poco antes, el alcalde los había citado para la tarde de aquel mismo día, en el mismo sitio, pues quería repetir la operación con unas ligeras modificaciones que por el gusto de tenerlos en vilo no quiso desvelar.
            Sin embargo, cuando los que pudieron seguir tirando de su cuerpo se reunieron otra vez en el casino, la sorpresa del alcalde sorprendió por lo pobre, que es tanto como decir que defraudó.
            – Le pondremos una albarda al caballo. Pero no una albarda cualquiera, sino una albarda bien pesada, que le impida correr con comodidad y lo canse, para que en lugar de huir de los lobos tenga que hacerles frente y pueda matarlos a patadas –dijo.
            El alcalde había llevado en un carro una albarda en la que había sustituido la paja por arena, tan pesada, que se necesitaron dos hombres fuertes para levantarla. Aunque el caballo se quedó medio arranado desde que se la pusieron, debió hacer con ella encima el trayecto que separaba la puerta del casino del cruce de caminos donde lo dejaron (“para que pierda las ganas de huir”, repitió el alcalde), de manera que cuando se quedó en el monte atado a una mata de jaras pringosas no sólo no tenía ganas de huir, sino que lo único que quería era morirse, aunque fuera comido por los lobos. Se echó en el suelo y, por mucho que el instinto lo empujó a levantarse y salir corriendo cuando sintió a sus enemigos, no pudo. Aquella noche, los lobos no mataron ovejas, porque se la pasaron intentando sacar carne de entre los huesos de aquel desdichado caballo.
            – La culpa la tiene la albarda, no yo, que cuando mataron al caballo yo estaba con vosotros jugando a las cartas en el casino  –le contestó el alcalde a uno que se atrevió a inculparlo de tan costosa pérdida.
            – Pero tú fuiste el que tuvo la idea y el que trajiste la albarda.
            – Y a ti te pareció bien, y no sólo fuiste consentidor, sino que se la pusiste encima al caballo, y viniste conmigo al monte, y fuiste uno de los que lo dejaron allí.
            – No es lo mismo.
            – No, es peor. Porque si pensaste que la idea de la albarda era mala, debiste habérmelo dicho. Si lo pensaste y no me lo dijiste ni defendiste públicamente esa idea, actuaste a sabiendas de que íbamos a perder al caballo. Que el caballo sea el muerto y no los lobos es una verdad que sabemos ahora. Antes, mientras todos los demás llevábamos al caballo a matar a los lobos, tú llevabas al caballo a ser comido por los lobos.
            – Yo no sabía nada. Yo también lo sé ahora.
            El alcalde hizo un silencio para que el auditorio extrajera de aquella última aseveración toda la carga de culpabilidad que correspondía a cada uno. Luego dijo:
            – Hagámosle un juicio a la albarda. Y que uno con mucha labia haga de fiscal y otro con mucha labia haga de defensor.
            A la mayoría de los presentes le pareció una idea tan peregrina como divertida, así que, a falta de otro juego mejor, aceptaron. Rosendo, un propietario cincuentón con fama de hablador y chascarrillero, se ofreció a hacer de fiscal y dijo que, por difícil que fuera defender la culpabilidad de una cosa, a poco que lo dejaran beberse unas cuantas copas más tendría la lengua tan diligente que al jurado no le cabría sentenciar sino la pena máxima. Para abogado defensor, a propuesta del alcalde, fue elegido por aclamación Anselmo, a quien públicamente se le reconoció, aunque no había ido a la facultad ni al seminario, la verborrea de un catedrático de gramática parda y el deje meloso de los misioneros franciscanos que traía el párroco para predicar en las novenas de la patrona del pueblo. El resto de los compradores del caballo se sentaron haciendo un semicírculo constituidos en jurado, excepto el alcalde, que se designo a sí mismo juez por la gracia de Dios y se sentó detrás de uno de los veladores, dando frente a los miembros del jurado.
            – Niño, antes de empezar, llena los vasos –le dijo el alcalde al camarero, un hombre casi de su edad que llevaba desde los diez años detrás del húmedo mostrador de aquel establecimiento. 
            Les dio tiempo de beberse ese vaso y otro más antes de que el alcalde acallara el murmullo y declarara abierta la sesión. Y como una vez que se hubo hecho el silencio alguien dijo que no se podía celebrar la vista sin la presencia de la acusada, el camarero volvió a llenarles los vasos para que aquellos minutos de pausa no se les hicieran una eternidad.
            – Se acusa a la albarda –dijo el alcalde en tono ceremonial cuando la hubieron dejado sobre una silla que colocaron junto a la de su abogado defensor– de haber matado al caballo matalobos.
            – ¿De matarla? ¡No quedamos en que fueron los lobos! –lo corrigió Anselmo.
            – Bueno, de matarla no, sino de ser cooperante necesario, que es lo mismo. Atente a las reglas y habla sólo cuando te toque, que no voy a consentir más interrupciones –contestó el alcalde–. A ver, que hable el fiscal.
            Rosendo se levantó despacio y con mucha ceremonia, dio unos cuantos pasos delante del jurado y dijo:
            – Vamos a juzgar a un objeto. Si alguien ajeno a nosotros pudiera vernos, diría que estamos tontos, pues es opinión generalizada que las cosas no pueden ser culpables porque carecen de entendimiento y voluntad. Y, sin embargo, ¿no estamos continuamente condenándolas a muerte? Que nos molesta un zapato: se tira y en paz. Que nos salen malas unas gachas: se las damos al perro y tan contentos. Que el agua del vaso está caliente: la derramamos y cogemos agua fresca de un cántaro. Mal asunto sería que por no poder condenar a muerte a las cosas tuviéramos que andar con zapatos rotos, comer gachas malas y beber agua caliente. De hecho, si no fuéramos demasiado justos, ya habríamos tirado sin juicio a la albarda al fondo del pozo de la mina, y estoy seguro de que ante el vecindario hubiéramos quedado por más discretos. A ver, ¿para qué sirve una albarda que en vez de paja tiene arena en las almohadillas? Para nada, y de necios es tenerla arrumbada en una cámara ocupando sitio, máxime porque cada vez que la veamos nos acordaremos de los buenos dineros que nos costó el caballo matalobos, cuya valía tuvimos ocasión de comprobar anteanoche, que una cuadrilla de peritos en fieras no hubiera podido encerrar vivos a más lobos en menos tiempo. 
            El fiscal fue ovacionado durante un buen rato. Después de oírlo, nadie en el casino dio un duro por la suerte de la albarda. Tampoco el abogado defensor. Tanto es así, que creyó conveniente aceptar la culpabilidad de la cosa para defenderle la vida, y por eso dijo:
            – Seamos sensatos. Si la albarda fuera un objeto corriente, ya nos habríamos desecho de ella. Y, sin embargo, en lugar de tirarla, estamos haciendo lo que no haría alguien con dos dedos de luces, esto es, tratándola como si fuera una  persona. ¿Os habéis preguntado la razón? Yo os lo digo: porque no es un objeto común. No es uno de esos zapatos a los que se refería el fiscal, ni es un plato de gachas, ni un vaso de agua. Es mucho más. Es la referencia de una aventura, algo que nos recuerda a un suceso extraordinario, un hito que marcará un antes y un después en la vulgar historia de este pueblo, y es, además, el objeto que tenía sobre sus lomos el pobre caballo matalobos Por eso, por culpable que sea, debemos tratarla como a una pieza de museo o como a una reliquia. Tirarla sería tanto como tirar parte de la historia de nuestro pueblo o, aún peor, como negar parte de nuestra identidad. Sea condenada, sí, pero no a muerte, sino a permanecer expuesta en algún lugar visible, colgada de unos ganchos detrás de la barra de este local, por ejemplo.
            También el defensor fue aplaudido, y no poco.
            – Como parece que no hay dudas sobre la culpabilidad de la albarda –dijo luego el alcalde–, que decida el jurado sobre su destino. Pero antes, se concede un nuevo turno de palabra al fiscal y al abogado.
            El fiscal apuró el vaso y se levantó.
            – Con la venia –dijo–. Este fiscal pide para la albarda la pena de muerte. Los argumentos esgrimidos por el señor abogado son una perversión del intelecto. ¿Se levantan estatuas a los criminales para recordar sus delitos? ¿Se ponen sus nombres a las calles? ¿Se guardan en museos las sogas con las que se ahorcaron, la capucha que uso el verdugo o una tablilla del cadalso? Si queremos recordar la historia de lo que ha pasado, que la escriba el cronista con el máximo detalle posible. No le demos a la albarda un premio cuando se merece un castigo. Colguemos en la pared a las albardas buenas y tiremos al pozo a las albardas malas.
            Ya no hubo aplausos, sino gritos eufóricos del jurado que pronto se sincronizaron en uno solo: “Al pozo con ella, al pozo con ella...” De nada le sirvió al abogado pedir su turno de palabra. Y viendo lo inútil de su empresa, también él, cumplido el cínico trámite de la defensa, se unió al grupo de verdugos que con la euforia de un linchamiento cogieron entre vítores a la albarda y la llevaron a rastras hasta la boca del pozo de una mina abandonada que estaba cerca del pueblo. La hubieran tirado tal y como venían, sin el más mínimo protocolo, de no ser porque el alcalde hizo valer su autoridad a gritos pelados que le dejaron la garganta hecha polvo.
            – A ver, haced un semicírculo. Y que el presidente del jurado haga pública la sentencia –dijo cuando por fin se hizo el silencio.
            – Habiendo sido juzgada con todas las garantías de la ley, esta albarda ha sido declarada culpable de la muerte del caballo matalobos, por lo que se la condena a ser arrojada al pozo de la mina, en cuyo fondo permanecerá quieta hasta que muera –gritó el presidente del jurado.
            En cuanto hubo terminado, muchos de los presentes se abalanzaron sobre la albarda para disputarse el echarla al pozo, pero el alcalde los contuvo a grandes voces diciéndoles que él era el alcalde y que, como alcalde, la echaría él, pues echándola él sería como si la hubieran echado todos y cada uno de los vecinos de aquel pueblo. Seguramente entorpecidos por el alcohol, no todos entendieron aquel complicado razonamiento, y hubo quien, cuando estando en el mismo borde del pozo ya la tenía cogida el alcalde, quiso disputarle el honor y echó mano a la albarda con ánimo de quitársela. El alcalde, que aunque viejo era todavía bastante fuerte y contaba con la ayuda que da el sentirse en posesión de la verdad, dejó la pesada albarda en el suelo, y aun a riesgo de mandarlos al abismo, se sacudió a manotazos y empujones a los más recalcitrantes, volvió a coger la albarda y, antes de que intentaran quitársela de nuevo, la levantó como pudo, es decir, con todas sus fuerzas y sin prudencia, y de un movimiento seco la lanzó al agujero, con tan mala suerte que el ataharre se le enroscó en el cuello y lo arrastró a él detrás de la albarda, de forma que ambos, albarda y alcalde, cayeron juntos al pozo.
            Los presentes quedaron aterrorizados y en suspenso.
            Una hora más tarde y en el casino, mientras, apesadumbrados todavía, los parroquianos comentaban a trompicones los sucesos, uno de los presentes recordó las razones del juicio que hacía poco se había celebrado en aquel mismo lugar.
            – Fuimos justos al condenar a la albarda –dijo–. Si sería mala, que no conforme con matar al caballo matalobos, también ha matado al alcalde.  
            Al cronista oficial de la localidad le dio grima recoger aquella historia en una crónica. De hecho, debieron pasar tantos años como los que hay entre la historia misma y los que tienen estas letras para que alguien se atreviera a recogerla por escrito.