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El hijo del pastor

© Juan Bosco Castilla

 

            Para ilustrar la simpleza cuentan en Los Pedroches la historia de un pastor que vivió hace mucho tiempo en uno de los pueblos de esa comarca. Dicen que se había criado en el campo bajo la escasa vigilancia y el nulo cuidado de su padre, un viudo hosco y amargado que le enseñó menos de lo imprescindible, y sólo para que no le estorbara, entre golpes, blasfemias e insultos. Con tal ausencia de razón a su lado, el pastor, que ya de nacimiento venía con pocas luces, llegó a la madurez domado, que no educado, y con tan poca mundología que era incapaz de ponerse en el lugar de otro, de manera que comportamientos humanos que a otros parecerían comunes eran para él raros y sorprendentes.
            Tendría casi cuarenta años cuando una tarde de agosto encontró a su padre muerto al pie de la cama, de donde seguramente quiso huir al sentir un malestar premonitorio. Sin la férrea guía del padre, la libertad produjo en el pastor más desorientación que alivio. Ahora podía hacer lo que quisiera, de la forma que quisiera y cuando quisiera, pero no sabía qué hacer. Sólo en el campo y con un afán indescifrable, las horas pasaban en torno a él con tal lentitud que era como si el tiempo tuviera sueño y el mundo fuera a pararse de un momento a otro.
            Un familiar lejano, al que contó esa impresión alucinante, le dijo que el mundo acabaría parándose para él pero seguiría rodando para el resto de los hombres, y añadió luego: “Eso que tienes tú se llama soledad. Mejor harías en casarte y tener hijos”. El pastor, que no había conocido a su madre ni había oído hablar de ella, creía que lo corriente era vivir sin mujer, como había visto vivir a su padre o había vivido él hasta entonces, de manera que el consejo le sirvió para hacer por sí mismo un descubrimiento cegador: lo corriente era que un hombre y una mujer vivieran con sus hijos en una casa.
Si eso era lo corriente, él también se casaría. Nadie le dijo, ni él sospechó siquiera, que el hombre y la mujer debían quererse ni que antes de casarse era necesario un período de noviazgo que se iniciaba con un juego de seducción: para sus cortas entendederas, casarse era tan sencillo como comprar a medias una cosa, esto es, cuestión de ponerse de acuerdo, en este caso de ponerse de acuerdo con una mujer.
            Por eso, como hubiera hecho para vender unas tierras, para llevar a cabo su propósito comentó entre las pocas personas con las que trataba que estaba buscando a una mujer con la que casarse, a fin de que corrieran la voz por el vecindario. El anuncio se extendió por el pueblo con la aureola de un chiste, provocando mucha más burla que lástima y sirviendo para que las mozas casaderas, y más si estaban entradas en años, fueran objeto de numerosas bromas de familiares y conocidos. Sólo unos pocos creyeron posible que alguna mujer respondiera al llamamiento. “Depende de lo que aprieten las ganas”, decían. O también: “Depende del interés que se tenga, que el pastor tiene una casa y, a fuerza de no gastar, su padre ha debido dejarle unos ahorrillos”.
            Si el pueblo hubiera sido menos dado al chismorreo, quizá se hubieran ofrecido varias, pues el pastor no tenía malos sentimientos ni mala presencia y estando bien vestido, curioso y callado hubiera parecido de cualquier buena familia, pero había que ser muy valiente para ponerse delante de todas las lenguas del vecindario afiladas y envenenadas a la impaciente espera de una pieza con la que cebarse. Así que no se ofreció más que una, a la que, por estar ya en boca de los vecinos, no le importó enfrentarse al ataque de sus viperinas lenguas.
            Se llamaba Micaela, y, según se decía en el pueblo, tenía relaciones con cualquier hombre que quisiera pagar por ello un precio razonable. Micaela, consciente de lo difícil que tenía hacer un buen matrimonio, tuvo por capital cuantiosísimo la simpleza del pastor, al que mandó recado de aceptación por medio de una tía carnal que solía hacerle de alcahueta. El pastor aceptó en el acto, y cuando alguien bienintencionado le quiso abrir los ojos sobre la verdadera índole de la mujer con la que se había comprometido, él contestó balbuceando con una pregunta: “Si soy su marido, ¿yo también tendré que pagar por acostarme con ella?”.  “No, los maridos no pagan”, recibió como respuesta definitiva, lo que no sólo vino a reafirmarlo en su idea de casarse con aquella mujer, sino que le sirvió para creerse un hombre en extremo afortunado, pues no en vano los demás pagarían por hacer algo que él haría gratis cuantas veces quisiera.
            Se casaron una fría mañana de enero que sería recordada porque, al huir de la iglesia tras conocer la identidad de los contrayentes, la señora principal del pueblo se escurrió en un charco helado y se rompió la cadera. Después de la ceremonia, oficiada en una intimidad de puertas abiertas, invitaron a garbanzos tostados y a unas copas de anís a la tía de ella, que hizo de madrina, y a un pariente lejano de él, que hizo de padrino llevado por la misericordia. Aquella jornada, el pastor comió, a mediodía, un guiso de espinazo tan en su punto que lo llevó a alabar mucho el matrimonio y a lamentarse de los años que había desperdiciado viviendo la soledad del soltero y, de cena, gachas con tostones y una perruna. “¡Esto es vida!”, se dijo reclinándose en la silla de aneas después de cenar, mientras su mujer echaba con la servilleta las migajas de pan de la mesa en el plato donde habían metido los dos la cuchara. “¡Y todavía me tengo que acostar con ella!”, añadió henchido de felicidad.
            Como no se había acostado nunca con una mujer y no sabía muy bien cómo debía actuar, hizo la entretenida hurgando en las ascuas de la candela para que ella se retirara primero. Cuando al cabo de un buen rato se decidió a acostarse, su mujer lo esperaba despierta, perfumada y con una vela encendida sobre la mesilla de noche. El pastor, que no tenía camisón ni nunca lo había tenido y estaba acostumbrado a dormir sin sábanas en un jergón lleno de pulgas y chinches, se metió en la cama sin más amparo contra el frío que unos calzoncillos raídos, aunque limpios, por lo que al encontrársela tan blanda y calentita y con tan buen olor creyó que hundía su cuerpo en una alberca del paraíso y que a un mortal no le era posible sentir un placer mayor. “!Con razón pagan los hombres por venir a acostarse en esta cama”, pensó entonces. Se acurrucó entre los brazos tendidos de su mujer y, feliz como un bebé junto al tibio cuerpo de su madre, dejó que el sueño lo venciera poco a poco sin que ella, que para no delatar su desvergüenza actuó con la estrechez de la mojigata, hiciera nada para remediar aquella situación insólita, por la que no sabía si echarse a reír o a llorar.
            A la mañana siguiente, el pastor se levantó temprano, hizo un hatillo con sus cosas y, tras dar un beso al aire en dirección a su mujer, que aún dormía, se fue al campo. Al cabo de una semana se presentó en su casa con la talega de la ropa sucia en la mano y el alma rebosante de añoranza. “Mujer, ¿qué comida vas a preparar hoy?”, preguntó enseguida. “Ropa vieja y dos sardinas”, le contestó ella. El pastor se puso muy contento. “Traigo un hambre de lobo”, dijo, dejó la talega en una silla y, sin dar explicaciones, se puso a mirar bajo las enagüillas de la mesa, detrás de los cántaros de agua y de las cántaras del aceite, en el armario de su habitación, debajo de la cama matrimonial y de otra que tenían para las visitas, entre las plantas del corral y, finalmente, en los pocos rincones de la casa.
            – ¿Qué buscas? –le preguntó su mujer no pudiendo aguantarse más la curiosidad.
            – ¿Todavía no tenemos un niño? –dijo el pastor.
            – No, todavía no –contestó la mujer conteniéndose la risa.
            El pastor almorzó y cenó y se acostó calentito después que su mujer en la cama matrimonial, donde se durmió feliz. A otro día, muy de mañana, volvió al campo. Lo mismo pasó la semana siguiente. Y la siguiente. Y así pasaron las semanas y los meses, sin que Micaela hiciera nada por sacar a su marido de aquella monumental ignorancia.
            Una mañana, mientras barría la calle, la mujer quiso darle un poco escape a su secreto y le dijo a la vecina de arriba, con la que había hecho amistad:
            – ¿Qué te parece? El joío tonto de mi marido me pregunta todas las semanas si he tenido un niño y todavía no hemos tenido relaciones?
            – ¿Ni una vez siquiera?
            – Ni una. Cuando se acuesta conmigo tengo la sensación de ser para él como una bolsa de agua caliente.
            Las dos mujeres rieron un buen rato.
            – Ya sé lo que vamos a hacer –dijo luego la vecina–. El próximo día te llevas a mi hijo y le dices que es vuestro. A ver cómo responde.
            Así lo hicieron. Mudaron la cuna e hicieron creer al padre de la criatura que el niño iba a pasar el día y la noche en casa de la abuela.
            – Por fin tenemos un hijo –le dijo la mujer al pastor enseñándole al hijo de la vecina, que había cumplido cuatro meses y estaba gordo y lustroso.
            El pastor lo miró con menos amor que ensimismamiento y, al ver que, como él, tenía dos grandes rosetones en las mejillas, exclamó satisfecho:
            – ¡Es purito a mí!
            – ¡A quién se va a parecer, si no! –contestó su mujer, riéndose para dentro.
             El pastor se quedó mirando al niño. Lo miró mientras almorzaba y durante la tarde y en la cena. Lo miró absorto, con un interés carente de sentimientos, como se mira pasar el agua de un arroyo o saltar las llamas de una candela.
            Al día siguiente, el pastor no se fue al campo hasta que no se despertó el niño. “Me va a costar trabajo acostumbrarme a ser padre”, le dijo a su mujer desde el batiente de la calle. Emparejó la puerta y, sin más despedida, se fue cabizbajo, rumiando un ácido desconcierto.
            Su mujer esperó cinco minutos a que transpusiera la última esquina de la calle y, riendo a carcajadas, sacó al niño de la cuna y lo llevó a la casa de la vecina.
            – ¿Se lo ha creído? –le preguntó ésta.
            – ¡Vamos, que si se lo ha creído! ¡Y encima dice que se parece a él! ¡Si será ignorante, el pobre!
            – ¿Y a ti no te importa que sea así?
            – ¡A mí que me va a importar! ¡Cuánto más ignorante es el marido, más libre está la mujer! ¡Ya me buscaré yo el entretenimiento por otro lado!
            – Y cuando vuelva la próxima semana y no se encuentre al niño, ¿qué le dirás?
            – Que se ha muerto. Si se ha creído que ha tenido un hijo en siete días, con más razón creerá que se ha muerto en ese tiempo.
            La mujer volvió a su casa. Al rato, salió a la calle a barrer los cagajones que había dejado en su puerta la mula de un carrero. Estaba recogiendo la suciedad en la pala, cuando vio aparecer por la última esquina de la calle a su marido. Terminó de dos escobazos nerviosos y, tras echar el cerrojo a la puerta, se metió en su casa.
            “No me ha visto”, pensó primero. “Si no le abro, pensará que no estoy y se irá”, se dijo. “Pero él tiene llave, y si no puede abrir la puerta pensará que el cerrojo está echado, y si el cerrojo está echado es que hay alguien dentro. De manera que si no abro la puerta es capaz de pensar que me ha pasado algo a mí o, aún peor, a su niño, y echará la puerta abajo”. Aunque era mucho suponer que el pastor fuera capaz de hacer todos esos razonamientos, la mujer no podía arriesgarse a ello. Tampoco podía decirle que el niño se había muerto, pues no hacía ni media hora que lo había dejado. “Nada, tengo que recuperar al niño”, se dijo por fin. Salió al patio y, primero desde el suelo y luego aupada sobre la tinaja de las aceitunas, llamó a grandes voces a la vecina. Fue en vano: respondieron otras, pero no la vecina que le interesaba, y pronto oyó los golpes de su marido en la puerta, que enseguida fueron urgentes porrazos. Cejó en su empeño y acudió a la puerta.
            – ¿Quién es con esa bulla?  –preguntó la mujer.
            – Soy yo, tu marido, que me he vuelto para darle a nuestro hijo un beso de despedida.
            – Nuestro hijo está dormido, y como sigas con esa escandalera vas a despertarlo.
            – Déjame que entre a darle un beso.
            – A los niños hay que dejarlos dormir, ¿no lo sabías? Cómo vamos a despertarlo sólo por un beso.
            – Mujer, uno solo, uno chiquito y me voy, que si no se me va a hacer la semana muy larga.
            – ¿Con un beso te conformas?
            – Sí, y me voy enseguida.
            – En ese caso dáselo desde la ventana, que más difícil será que se despierte y nos evitamos los laberintos de andar abriendo y cerrando puertas.
            – Bueno, acércamelo a la ventana y le doy un beso.
            La mujer cogió el tapete de la mesa y, como si fueran las suaves sábanas que envolvían el cuerpo de su hijo, envolvió con él su culo desnudo, dejando al descubierto un mínimo trozo de carne que enseñó por la ventana entreabierta.
            –  Date prisa, que hace frío y sus delicadas carnes no pueden estar mucho tiempo a la intemperie –dijo.
            El pastor acercó sus labios y le dio un beso a la piel que se le ofrecía, en la creencia de que besaba la cara de su hijo.
            – ¿Estas contento? –le preguntó luego su mujer.
            – Sí, ya me voy tranquilo.
            – Ea, pues hasta la semana que viene. A ver si para entonces está tu hijo correteando por ahí.
            El pastor se fue decidido a no volver en una semana. Pero aquella misma tarde, mientras sentado en una piedra vigilaba el breve movimiento de las ovejas desperdigadas por el prado de la dehesa, dio en pensar que si se cumplían los vaticinios de su mujer no iba a disfrutar nada de la infancia de su hijo. Fue como una llamada de la naturaleza que rumió en la soledad de tres largos días, al cabo de los cuales, tras una noche de insomnio, tomo con las primeras luces del alba el angosto camino del pueblo.
            Su mujer, que no lo esperaba hasta cumplida la semana de costumbre, se hallaba en la cama cuando a media mañana llamaron a la puerta, y no sólo por holgazana, pues, aunque se había acostado pronto, se había dormido tarde y harta de bregar con un clérigo lujurioso que no hacía honor a la sotana que llevaba, tendida aún sobre los varales del lado de los pies en el momento en que sonaron los golpes.
            – ¡Despierta, que llaman a la puerta! –dijo el clérigo sentándose en la cama de un respingo.
            – Déjalos, ya se cansaran.
             Pero, en lugar de amainar, los golpes se hicieron más fuertes y a la nada llegaron con ellos gritos enormes en los que la mujer reconoció la tosca voz de su marido.
            – Es el singracia de mi marido, que viene a buscar a su hijo, seguro. Y como no le abramos va a congregar a todo el pueblo delante de la casa.
            – Pues lo que es abrirle no podemos.
            – No te preocupes. Ya le doy yo largas como sea –contestó la mujer.
            Se puso el camisón, que no había utilizado en toda la noche, y sin lavarse ni peinarse se asomó a la ventana.
            – ¿Qué pasa? ¿Dónde vas tan pronto y con esas urgencias? –le preguntó a su marido.
            – Adónde voy a ir, a mi casa, a ver a mi hijo, que no pasa un momento que no me acuerde de él –contestó el pastor.
            La mujer rezongó un poco y dijo:
            – Lo siento, pero no vas a poder entrar, porque está malo.
            – ¿Y qué que esté malo, si a mi no me va a pegar nada?
            – ¡Cuidado que sois egoístas los hombres! ¡Pero tú sí a él!
            – ¿Y tú no le pegas, y estás dentro de la casa?
            – Alguien tiene que ocuparse de esa pobre criatura. ¿No ves la pinta que tengo? ¿No ves qué ojeras tan grandes? Me he pasado toda la noche en vela cuidándolo, ¡y ahora me vienes con ésas! Si quieres, lo cuidas tú y yo me voy a cuidar las ovejas.
            El pastor se detuvo en su afán, un punto desorientado.
            – ¿Está muy malo? –dijo luego.
            – No tan malo. Son cosas del crecimiento. Nada importante.
            – Sácalo entonces por la ventana. Sácalo que le dé un beso, que si no se me van a hacer los días muy largos.
            – Bueno, pero sólo un poco, que hace frío y se le puede coger al niño en la garganta.
             La mujer volvió a su habitación y le dijo al clérigo, que la esperaba nervioso en la cama:
            – Anda, levántate, y ven conmigo sin hacer ruido.
            Lo cogió de la mano y tiró de él desnudo como su madre lo trajo al mundo, pues no le permitió que se pusiera ropa alguna. Ya cerca de la ventana, lo puso de espaldas y le arropó el culo con el tapete de la mesa, aunque dejando al aire un huequecito con una pequeña parte de carne de cada una de las nalgas. Cuando entreabrió la ventana, la mujer asomó la cabeza y rodeó el culo del clérigo con los brazos, como si cogiera al niño, de forma que el pastor pudo ver juntos a su esposa y a su hijo.
            – ¡Fíjate qué redondeada y qué carnosa tiene la cara! –dijo la mujer–. ¿A que da gloria verlo?
            El pastor apenas pudo reprimir un gesto de contrariedad.
            – Sí –contestó el pastor–. Aunque lo noto algo cambiado.
            – ¿Algo cambiado? ¿A qué te refieres?
            – A que le ha salido pelo en la cara y está como más negro.
            – Es que el tiempo no pasa en balde: verás qué pronto lo ves afeitarse y corretear por ahí detrás de las mozuelas. Anda, dale un beso y vete tranquilo al campo, que los animales te necesitan y nosotros necesitamos de los animales para vivir.
            El pastor le dio un beso a las carnes que se le ofrecían, pero al alejar los labios hizo sin querer un gesto de asco que, por parecerle de mal padre, quiso disimular carraspeando y tosiendo como si con ello espantara de la garganta una pelusa rebelde.
            El clérigo y la mujer volvieron a la cama riendo y el pastor volvió a los campos a cuidar de las ovejas que sustentaban a la familia, un punto desilusionado en su natural de buen padre.
            Al cabo de los días, siendo la fecha prevista, retorno el pastor al pueblo con la talega de la ropa sucia y un sosegado deseo de ver otra vez a su hijo, al que ya se imaginaba dejando los juegos que tenía en la calle con otros niños para correr a su encuentro.
            – Mujer, ¿dónde está nuestro hijo? –preguntó apenas puso el pie en su casa, al no ver cumplidas las imaginaciones que traía.
            – ¡Ay, marido! –contestó la mujer muy lastimeramente–. Ha ocurrido algo terrible: muerto y enterrado está. Unas fiebres muy malas se lo llevaron al otro mundo sin que ni yo ni los médicos pudiéramos evitarlo.
            El pastor movió la cabeza a ambos lados, como si viera confirmada en aquella terrible noticia una inquietante sospecha.
            – No, si ya me lo imaginaba yo sin ser médico –dijo–. No había más que ver cómo le olía el aliento al pobrecito, sobre todo la segunda vez que lo besé.
            Aquí termina la historia. Aunque nada se ha oído al respecto, seguramente el pastor fue más feliz que su mujer, pues está en la naturaleza de los simples el sentirse a bien con el devenir de los acontecimientos, cualesquiera que éstos sean, como lo está en el de los listillos el disfrutar y el auparse haciendo uso de los simples, por más que su disfrute se acabe con la carcajada y su victoria no los lleve más allá del terreno que pisan.