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Mariquita

© Juan Bosco Castilla

 

            Hace mucho tiempo vivió en un pueblo de Los Pedroches una niña que llamaba la atención de sus convecinos por simpática y por bonita. Sus padres la habían tenido ya mayores, después de muchos años de buscar infructuosamente un hijo, cuando ni las medicinas de la ciencia, ni los ungüentos de las sabias, ni los rezos de las viejas parecían poner remedio a lo que pronto sería un vientre seco y baldío. Por eso su madre estuvo rodeada de cuidados y aun de mimo durante su embarazo. Por eso ella fue recibida con acciones de gracias y la mayor de las alegrías posibles. Y por eso vivía rodeada de miradas y brazos protectores que no consentían en su piel el exceso de un rayo de sol, ni un grado menos de temperatura ambiente en su estancia, ni una mota de polvo en su vestido, ni una voz más alta que otra en su presencia.
            Aunque todos los niños andaban sueltos por la calle desde muy temprana edad, los padres de Mariquita, que ese era el nombre de la niña, tenían tanto miedo a la inseguridad de lo abierto que sólo la dejaban salir acompañada de una persona mayor de toda confianza, y, aun así, se quedaban preocupados, pues aquéllos eran tiempos de mucha pobreza y mucha desigualdad, donde abundaban las enfermedades, los crímenes y las desgracias. Mariquita, que no conocía otra vida y era pequeña todavía, llevaba bastante bien tan exageradas limitaciones y crecía fuerte y sana al amparo del cariño de su familia y de los gruesos muros de su casa, como crece una planta ornamental al abrigo de cristales y con su punto justo de luz, abono y agua.
            La historia comienza una mañana con una llamada a la puerta de la casa. El padre de Mariquita estaba en el campo. Su madre y su abuela hablaban mientras tendían la ropa en el segundo patio, que estaba detrás de la cuadra y del pajar y era el primero si se entraba por la puerta falsa. Mariquita tenía prohibido abrir. Era una de esas prohibiciones laxas que se formulan desde la benevolencia, como un consejo, por quien no está acostumbrado a los incumplimientos.
            – Mamá –gritó Mariquita–, están llamando a la puerta.
            Su madre no la oyó. Mariquita hizo ademán de correr hacia el patio para decirle lo que pasaba, pero la impaciencia de unos golpes secos la dejaron dubitativa y quieta. Una tercera serie de llamadas imperiosas la hicieron por fin correr hacia la puerta.
            Quien llamaba era un hombre harapiento, alto, desgarbado y flaco, con barba de varios días, pelo bermejo, largo, escaso, sucio y lacio y un ojo nublado por telarañas lechosas, que nunca supo ni quiénes fueron sus padres, ni dónde nació, ni cuántos años tenía. Aunque durante breves temporadas había ejercido el dudoso oficio de saltimbanqui, la mayor parte de su vida había comido de la mendicidad o de pequeños hurtos, por algunos de los cuales había dado con sus muchos huesos y sus pocas carnes en los lúgubres presidios del reino, donde había recibido abundantes palos y cuajado largas cicatrices, incrementado su rencor hacia el mundo y aprendido a vivir sin ilusiones ni esperanzas. Como todos nos sabemos carne de muerte, él se sabía carne de horca. Como todos sabemos que cuidando nuestro cuerpo no conseguiremos sino retrasar el fatal día que lo llevará a la tumba, y por eso hay quienes prefieren vivir en el exceso aun a costa de adelantar la fecha de su muerte, así él sabía que, salvo un accidente o una temprana enfermedad, su último destino era el cadalso por mucho que se reprimiera las malas acciones a que era empujado por su inmoderado resentimiento, y por eso no se cortaba en pensar toda clase de fechorías, que si no llevaba a la práctica sólo era porque esperaba el momento de una fechoría mayor, la definitiva, que fuera en proporción mucho peor que la condena a muerte que le esperaba luego.       
            Cuando se abrió una de las dos gruesas hojas de aquella puerta, el mendigo estaba preparado para la reacción de asco y desprecio que provocaba su presencia, los ojos cabizbajos, su áspera y sucia mano derecha, extendida hacia adelante, temblando adrede en demanda de una limosna. La visión angelical de la niña, limpia, perfumada, vestida con un traje blanco y azul y adornada con dos lazos azules que le cogían otros tantos mechones de pelo, lo dejó confundido. La niña sonrió, enseñando su dentadura perfecta, y él, desconcertado, sonrió también, dejando que unas tufaradas de su pestilente aliento salieran por los muchos portillos que formaban sus escasos y renegridos dientes.
            – Buenos días –dijo la niña.
            El mendigo, que no estaba acostumbrado a miramiento alguno, contestó con un gruñido suave, como un animal al contacto de una mano amiga, y, embobado en aquella aparición, se dejó encasquillada media sonrisa.
            – ¿Quiere usted algo? –preguntó la niña.
            Era tan hermosa y parecía tan de mentira, que al mendigo le dieron ganas de llevársela. Eso mismo debieron sentir aquellos humildes pastorcillos a los que en tiempos antiguos se les apareció la Virgen: según cuentan distintas leyendas, a muchos de ellos les daba por meter a la imagen en el zurrón y llevársela a su casa, porque querían hacer suya para siempre aquella extraña maravilla. Hay un instinto natural que nos impulsa a poseer lo bello, aun a pesar de que poseyéndolo lo destrocemos. Cortamos las flores para ponerlas en un jarrón, encerramos los pájaros en jaulas y cogemos las mariposas aunque el polvillo que se nos queda en los dedos les impida luego volar.
            – Quiero un poquito pan –contestó el mendigo amanerando la voz para simular afecto.
            La niña llevaba en la mano una rosquita de pan que su madre le había hecho aquella misma mañana, con la que estaba jugando cuando llamaron a la puerta. Ante la petición de aquel hombre, miró la rosquita y se la ofreció entera. El mendigo volvió a sonreír, y, como si la niña no fuera nadie, como si no tuviera sentimientos ni alma ni una familia, como si no fuera más que belleza, una flor silvestre, un tesoro perdido, la cogió y la metió dentro del saco que llevaba al hombro. Sólo después se cercioró de que nadie lo había visto. Cogió del suelo la rosquita, se la metió en el bolsillo de su andrajoso abrigo y echó a correr rodeado por los llantos de la niña.
            Al llegar a las afueras, dejó el saco en el suelo y, exhausto, se sentó sobre una piedra. Para el mendigo, la niña había perdido el hechizo de lo maravilloso: ya no era una aparición, sino un bulto que se removía en el saco y lloraba con un llanto contenido, ya era como una flor lacia, como un pájaro herido. Y era, además, una carga y un ser diminuto que podía llevarlo a la horca.
            – ¿Cómo te llamas? –le preguntó.
            Como la niña seguía llorando, el mendigo agarró una herrumbrosa palanca que había semienterrada junto a sus pies y le dio un golpe al saco.
            – Niña, ¿cómo te llamas? –insistió.
            – Mariquita –contestó la niña.
            El mendigo repitió aquel nombre para sí y luego, con la intención del que demanda de un niño una gracia, dijo:
            – ¿Qué sabes hacer? ¿Sabes contar cuentos?
Como la respuesta se demoraba, le dio con la palanca un golpe al saco.
            – No –contestó la niña.
            – ¿Sabes chascarrillos o chistes?
            – No.
            – ¿Qué sabes hacer?
            – Cantar.
            – Pues canta, Mariquita. Canta o te doy con la palanca.
            La niña cantó: “Madre, por una rosquita me perdí. Madre, por una rosquita estoy aquí”. Al mendigo le hizo gracia la ocurrencia y le agradó el tono y la voz.
            – Cántala otra vez –dijo riendo a carcajadas, y le dio con la palanca.
            Mariquita repitió la cancioncilla una y otra vez, hasta que al mendigo se le ocurrió explotar aquella voz exhibiéndola por el vecindario. Entonces, sin pensárselo un momento, cogió de nuevo el saco y se lo echó al hombro. No volvió al pueblo por donde había venido, sino que lo bordeó para entrar en él por una calle alejada de aquélla en la que vivía la niña. En la primera plaza que encontró, hizo gente llamando con una salmodia que había aprendido en sus tiempos de saltimbanqui.
            “Vean que no es mentira lo que digo: un saco que canta”, aseguró ante un abigarrado y poco numeroso público. Se acercó al saco y en voz baja le dijo: “Mariquita, canta, canta, o te doy con la palanca. En llegando al Arenal, te daré un poquito pan”. Mariquita cantó: “Madre, por una rosquita me perdí. Madre, por una rosquita estoy aquí”. El mendigo saltó haciendo grandes aspavientos y jeringonzas para dar más valor al prodigio. El público supo que era una niña la que cantaba dentro del saco, pero, aun así, fueron muchos los aplausos, pues nunca habían oído una voz tan dulce ni un canto tan bien entonado. Cuando el mendigo pasó el sombrero, casi todos los asistentes dejaron caer en él alguna moneda. Nadie se preguntó por la identidad de la niña ni nadie se alarmó por saberla dentro del saco. Aquel era un hombre forastero. Había caído en Los Pedroches por casualidad, como podía haber caído en cualquier otro sitio. En aquellos tiempos, era frecuente que los niños trabajaran, aunque fuera en oficios atroces. Debieron pensar, además, que era su hija, o algún miembro de su familia, y que al volver la esquina, cuando ya no hubiera público, la niña saldría del saco, al que sólo volvería para representar una nueva función.
            Aquel mendigo siguió por esquinas y plazas haciendo cantar a la niña y pasando luego el sombrero. Pero al cabo de un par de horas Mariquita tenía más dolor por la incomodidad de la postura que miedo a los golpes de la palanca y se negó a cantar. Estaban entonces delante de un público que aguardaba expectante el prodigio y el mendigo se puso nervioso con el silencio del saco. “Mariquita, canta, canta, o te doy con la palanca. Y si no cantas, en llegando al Arenal, te mataré”, le dijo. Mariquita se puso a llorar. El mendigo, asustado, se cargó el sacó al hombro y salió corriendo, levantando así las sospechas de los espectadores, quienes comentaron el suceso por todos los rincones del pueblo.
            También llegó a oídos de los padres de Mariquita, que ya habían denunciado el caso ante la autoridad municipal. Tanto ellos como los policías que los acompañaban tomaron el mismo camino que había cogido el hombre del saco en su huida, cuyos pasos siguieron guiados por el testimonio solidario de los vecinos. Finalmente, cerca del Arenal, oyeron el llanto de un niño. Sin dudarlo, el padre de Mariquita y algunos jóvenes dieron un brinco y corrieron con todas sus fuerzas, de manera que cuando el mendigo se quiso dar cuenta los tenía casi encima. De poco le valió soltar el saco y emprender una evasión condenada al fracaso por la disparidad de motivos y de fuerzas: fue cogido y tirado al suelo mientras el padre de Mariquita liberaba a la niña.  
            La historia dice que Mariquita nunca volvió a abrir la puerta de la calle sin permiso. Pero no cuenta qué fue del hombre del saco. Quizá la memoria colectiva haya querido hacer simétrico el argumento, ya que nadie supo nunca de donde vino, ni quién era. Quizá un desenlace funesto lo dignificó (imaginemos, por ejemplo, que fue linchado en el mismo Arenal), y eso no conviene a un relato de buenos y malos. O quizá el destino lo castigo (a él, que aspiraba a la gloria de morir en la horca por una fechoría desproporcionada) condenando su nombre al olvido, esto es, con un castigo justo y una muerte natural.