La plaga

Los alegres (el gentilicio no podía ser otro) vivieron bien hasta que empezaron a llegar al pueblo los ciudadanos sombríos que huían de las ciudades, seres modernos, acostumbrados a satisfacer con dinero sus necesidades, que no sabían trabajar la tierra ni tenían paciencia bastante como para esperar a que obrara el milagro por el que una semilla se transforma en un fruto. Fueron ellos, los mismos que habían arramblado con las existencias de los hipermercados y las reses de las explotaciones ganaderas, los que empezaron pidiendo alimento y terminaron tomándolo contra la voluntad de sus dueños. Cuando llegó una de las plagas de ratas que escoltaban a los humanos tristes, casi nada quedaba en los huertos digno de ser salvado, por lo que los animales se cebaron con los brotes de las matas y de los árboles frutales, y cuando terminaron con los brotes, fueron por las ramas y las raíces, y cuando terminaron con las raíces, se dirigieron a las casas dispuestos a comerse todo lo que pillaran y devoraron a los perros y a los gatos que les hicieron frente, a los enfermos encamados, a los ancianos que vivían solos, a los niños que dormían en sus cunas, e incluso a los que se demoraron recogiendo parte de su ajuar y a los que por algún defecto físico tenían que andar despacio, y cuando terminaron con ellos, las ratas se quedaron royendo los papeles, las maderas y hasta los plásticos, y cuando ni eso pudieron roer, se comieron a sus propias crías, y cuando terminaron con las crías, se comieron a las más pequeñas de sus congéneres, y cuando solo quedaron las grandes, se enzarzaron en peleas que acababan en amorfos festines caníbales y chillando y peleándose y devorándose se fueron de Alegría en busca de otro territorio que devastar, dejando aquella localidad en el inhóspito cascarón de ladrillo que era ahora.