El blando murmullo del tiempo

Al rato, llegamos sin mayores contratiempos a una tienda de la segunda calle que hallamos vacía, tendimos el toldo de la entrada y nos recostamos en el fondo sobre un lecho de paja, a oscuras y en silencio. Desde aquella especie de madriguera pudimos oír el blando murmullo del tiempo, que estaba cargado de malos agüeros. Yo, además, podía sentir la atolondrada algarabía de las almas: los fieles volvían del borde del campamento para situarse frente al escenario, donde aguardaban inquietos que saliera la plana mayor de la Hermandad de la Reparación y, con ella, que esa inercia mema de rezos y garbanzos retomara el rumbo de sus días. Era una esperanza vana, nosotros lo sabíamos, pero no hubiéramos podido predicarlo sin sufrir la agresión de la masa, ese conjunto de fieles perplejos que no deseaban para sí la lucidez, sino la seguridad del amo y el pesebre, y que se volverían contra quienes habían estado dándoles de comer en cuanto la comida les faltase.