Erotismo

Un ejemplo

 

Un celestial encanto

 

Ella vivía con varios correligionarios de uno y otro sexo en el palacio del terrateniente que fue dueño de las tierras que circundaban el pueblo y solía esperarme en una gran sala iluminada con velas y nublada por el humo de una extraña droga que fumaban de continuo los revolucionarios. Yo no fumaba, pero como aspiraba durante un buen rato el aire viciado de la estancia, cuando la Loba y yo subíamos con una palmatoria a nuestra habitación, mi ánimo estaba imbuido de una placidez tal que volvía casi insufrible el celestial encanto de verla desnudarse. Hasta que ella no estaba sentada contra el cabecero de madera que tenía el dormitorio, no me levantaba yo del sillón estampado desde el que había seguido la escena y me acostaba con ella, y ya acostado, se me pasaba el tiempo acariciándola y mirándola a los ojos. Aquellas noches no solo no tenía prisa para poseerla, sino que la hubiera gozado a la manera que se hace con los paisajes o las fragancias y con eso me hubiera dormido ahíto. Era ella la que sin perder la sonrisa me urgía al contacto sexual. «Se nos pasa la vela», decía, lo que a mí me sonaba más que a metáfora del momento a metáfora de la vida. Entonces sí me esmeraba en darle lo que me pedía, y no debía hacerlo mal, porque ella repetía conmigo a pesar de tener rendidos a todos sus camaradas.