Una mano

Yo sentí cómo crecía el alboroto de su sangre y la maraña de comedimientos que la refrenaban y percibí cómo el juego de equilibrios iba inclinándose a favor de la concupiscencia. Todavía sin estar segura, se dio media vuelta y se alineó conmigo. Yo oí su respiración ligeramente alterada por el ardor de su pecho y noté el aliento que a las pretensiones de su carne le daban la soledad y la tristeza. Se acercó más, como si solo buscara el calor de mi organismo, y luego me puso una mano falsamente ingenua en el costado. Aunque sabía lo que iba a hacer con ella, aún se demoró unos segundos para darme tiempo a conocerla y acostumbrarme a su peso y a sus inquietudes. Las manos tienen vida separada de la nuestra, poseen voluntad propia y memoria autónoma. Son nuestras, pero también son de ellas mismas. Cuando una mano toca el cuerpo que anhela, ya no puede detenerla la voluntad de su dueño, únicamente la firme determinación del otro. Yo tenía una mano encima y conocía sus fantasías, pero no hice intención de contenerla y la mano empezó a sentirse segura. Silenciosa y zigzagueante, atravesó el costado y se dirigió a mi entrepierna, donde halló a mi sexo enardecido. Altea dio un gritito de emoción y sorpresa. Mientras su pecho se agitaba sin pudor, su mano exploró con unas caricias el terreno y mis reacciones y, al descubrir que el escenario invitaba a la ocupación, subió hasta mi cintura y quiso introducirse por debajo de mis pantalones con la elasticidad de una serpiente en la estrecha guarida de la pieza que persigue.