Dos dioses cándidos

En un momento determinado, la luna salvó la última frontera de Rodas y pudimos verla, como si naciera de la nada. Estábamos cerca, yo le cogí la mano y ella me la sostuvo. No digo lo que exclamé entonces porque en estos papeles resultaría cursi, pero el mundo era salvaje y allí, en mitad del campo y de la noche desolada, tras habernos contado mil historias, mis palabras de halago cayeron en su alma como sobre el campo desciende una lluvia renovadora. Parecíamos dos dioses cándidos en el inhóspito universo de los humanos.

         Fueron sus compañeros los que se alejaron al oír nuestros quejidos de placer. Nos dormimos ahítos, abrazados sobre la hierba y a la intemperie, con las primeras luces de la madrugada empezando a insinuarse en el cielo.