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La mujer más hermosa del mundo

© Juan Bosco Castilla

 

            Hasan había desembarcado en Córdoba con un séquito de incondicionales. Los más viejos del lugar todavía recuerdan su rostro hermoso, dicen que curtido por el sol de oriente, sus ademanes firmes de gran personaje y, por encima de todo, el loco fluir de metal dorado dejado a su paso. Era, según parece, uno de esos califas puestos y depuestos caprichosamente por la guardia turca del palacio de Bagdad, pariente del califa de Córdoba.

            Cuando los más altos dignatarios de la ciudad acudieron a conocerlo, Hasan disolvió sus dudas y contestó a sus preguntas recitando versos confundidos con leyes aritméticas y principios filosóficos, en lo que era la locura del hombre más sabio del mundo. Locura a secas para las no demasiado despiertas mentes de la corte cordobesa de aquel entonces, que fueron dándole de lado progresivamente. Según he podido saber, sólo le quedó en Córdoba un amigo, Ben Rasun, con el que fraguó una amistad alimentada por un culto a las mismas cosas. Ben Rasun había traído de Oriente un jardinero para cuidar de un jardín grandioso donde silbaba el agua movida por extraños artificios mecánicos y ambos paseaban entre las plantas debatiendo sobre Aristóteles y sobre la belleza, cuya quinta esencia –y en esto estaban de acuerdo– se hallaba en las mujeres, entre las que quizá fuera posible encontrar una que objetivamente se distinguiera de las demás.

            Haled, el narrador, me nombró a catorce personas relacionadas con Hasan o Ben Rasun, de las que he podido localizar a cuatro: dos en Córdoba, una en Sevilla y otra en Almería. De las tres primeras poco más que nada he obtenido. La cuarta, un comerciante de tejidos al que escribí una larga epístola sobre las peripecias de mis investigaciones, se presentó en mi casa dos meses más tarde.

            – Poseo –me dijo extendiéndomela– una carta de Hasan a Ben Rasun redactada a la vuelta de su largo viaje en busca de la mujer más hermosa del mundo. Ben Rasun se encontraba tomando baños medicinales en la sierra. La conservo por el capricho de sus nombres. En realidad, la misma carta es un capricho, pues al día siguiente de mandarla Hasan fue a encontrase con su amigo.

            En una parte de la carta se lee:

 

            El viaje hasta el interior del Sahara resultó infructuoso y no llegué a encontrar a las míticas mujeres que desoyendo las prescripciones del Corán beben vino dulce y ofrecen al viajero frutos jugosos y agua cristalina. De Orán me trasladé a Sicilia. De allí pasé a Reggio disfrazado de pescador mudo. Anduve por Italia hasta Génova, donde embarqué con dirección a Salónica. Una nave musulmana nos atacó cerca de la isla de Malta y nos condujo a Túnez. Yo alegué que huía de los estados cristianos, a donde me había conducido una tempestad. No me creyeron, para ellos era un miserable renegado. Huí el mismo día de mi ejecución en una caravana que iba a Bengasi y Alejandría. Recorrí todo Egipto preguntando, viendo. Como te dije, estaba dispuesto a todo con tal de encontrarla, pero era inútil, pues ya sabes lo difícil que es catalogar la belleza, siempre había alguna más, otra más hermosa. En mi loco deambular, llegué de nuevo a Bagdad, donde pasé inadvertido. También estuve en Omán, en Beluchistán, en la India. Regresaba a Córdoba cansado y envejecido, cuando vi en Siria a un mercader de esclavos que tenía extendido su negocio por todo el Mediterráneo. Le pregunté y me dijo que tenía la mujer que buscaba, la más hermosa del mundo. Amigo, era cierto, un ser para la pura contemplación. El mercader me pidió una cifra exorbitante de la que, por supuesto, no disponía. Los prestamistas de Damasco me echaron los perros. No tenía otra alternativa que el secuestro y la secuestré. En Beirut tomamos un navío. La euforia, la monotonía de un viaje por mar y una rápida amistad me hicieron enseñar la mujer a un viajero. Para mi sorpresa, aquel hombre la conocía. “Cuando la vi en Tobruk creí estar en el paraíso”, dijo. “Nunca ha estado en Tobruk”, le contesté yo. “Amigo –afirmó–, el que ha visto a esta mujer no puede olvidarla, como nadie, si lo ha visto, puede olvidar el rostro del que mató a su hijo”. Intrigado, pregunté a la mujer. “Es mi hermana gemela”, me aseguró. “Mi padre la vendió a un comerciante libio”. Desembarqué en Derna y fui a buscarla. Es difícil ocultar algo tan extraordinario, así que pronto, en el mismo Tobruk, di con ella. Llegué hasta sus aposentos envuelto en la noche y, mientras dormía, le desfiguré el rostro con una daga: la que arranqué al sirio no compartiría su belleza con ninguna otra mujer.

 

            Ben Rasun debió reconocerlo: su amigo llevaba razón.

            Según refiere la leyenda, Hachid, el poeta, oídas las referencias que lo natural y la vanidad de Hasan extendían por el mundo, vino desde Bagdad buscando en la belleza de aquella mujer la inspiración para su poema definitivo. Mientras esperaba audiencia, el poeta pasó sin ser visto al jardín prohibido del palacio, donde una mujer recogía flores entre un murmullo de agua y, al verla, supo que nunca le escribiría un verso, porque cualquier descripción de su belleza era tan infructuosa como referirse al mar exagerando un vaso de agua.

            Hasan recibió afectuosamente a Hachid, el poeta.

            – Verdaderamente tenéis razón –dijo éste–. La mujer más hermosa del mundo habita en vuestro palacio.

            – ¿Cómo podéis saberlo, si todavía no la habéis visto? –respondió Hasan envanecido.

            – La he visto en el jardín.

            – Imposible, no permito que salga de sus aposentos sin mi permiso.

            – Insisto, señor. Acabo de verla cruzar por un arco de yedras, como una visión de otro mundo.

            Hasan, intrigado, mandó por la esclava. El poeta, al verla, dijo:

            – No me confundáis, señor. No puedo negar la rara belleza de esta mujer, pero la que he encontrado en el jardín es todavía más hermosa.

            Entonces Hasan mandó por ella.

            – Esta es la mujer más hermosa del mundo –dijo Hachid, el poeta, al verla entrar.

            Hasan, estupefacto, vio frente a sí a la hija que había tenido con una cordobesa.

            – Dios mío –exclamó–, he estado diez años pateando el mundo mientras lo que buscaba crecía en mi propia casa.