León Maldora

León Maldora había sido el número uno de su promoción en Llano Amarillo, la academia de oficiales más gloriosa de Occidente (si bien sus compañeros de promoción lo acusaron en privado de haber obtenido unas calificaciones exorbitantes porque su padre era el director del centro), había sido el capitán más joven en acceder al empleo de comandante, el coronel más joven en alcanzar el generalato y el general más joven en ser nombrado Jefe del Estado Mayor, tenía la pechera de su uniforme de gala cuajada de medallas y con sus títulos oficiales y sus diplomas de cursos realizados hubiera podido empapelar su enorme despacho del Estado Mayor de la Defensa de no haber tenido empapelado ya la no menos enorme sala de estar de su casa. Aunque era militar, no era un hombre que hubiera dado muchas voces, y mucho menos que las hubiera recibido. A los iracundos gritos de Fátimo, se echó instintivamente mano a la pistola que siempre llevaba colgando del cinto y, tras mascullar un reniego contra los civiles, respondió:

–Usted me está tocando los cojones, Fátimo. Entre los interventores y los políticos van a mandar a esta gran nación al carajo. A ver, ¿de qué coño me está hablando?

 

 

La capacidad de Maldora para comisionar y su facultad para disipar los más enrevesados aprietos de un plumazo hacían que le sobrara tiempo para todo, y no era infrecuente verlo asomado a la ventana de su despacho en la que fue sede del Ministerio de Interior, donde se distraía viendo las columnas de humo de los incendios o los movimientos de los clientes de las putas entre los coches de la policía y los tanques abandonados. «Eso se lo explicáis al delegado del Gobierno para la Gripe», dijo cuando le contaron que no había ni vacunas ni medicinas y que la gente se estaba muriendo en los pasillos de los hospitales ahogada por las toses. «Se ha hundido un petrolero en el Estáltico y hay una mancha de fuel del tamaño de dos mil campos de fútbol», le revelaron en otra oportunidad. «Bien, nombraré un delegado del gobierno para manchas de fuel», contestó él. «La población se está muriendo de hambre», le indicaron también. «Repartid billetes de un millón para que se pueda comprar comida», decidió. «El problema es que la poca comida que hay no se puede comprar ni por un millón». «Pues haced billetes de diez millones. Y subvencionad la pesca, la agricultura y la ganadería con los billetes que hagan falta», despachó.

Realmente, le encantaba que le vinieran con problemas, porque se sentía capaz de solucionarlos todos, y cuando los que habían entrado pidiendo salían por la puerta con una respuesta que siempre era afirmativa, se imaginaba que si Dios existiera haría lo que él, lo que probaba que Dios no existía.