Baso

Baso tendría cuarenta años, era moreno, de estatura media, de complexión normal, no era ni guapo ni feo, no tenía cicatrices ni rasgos específicos en el rostro, se peinaba al uso de la época, andaba como anda la generalidad y no tenía tics ni modos que se salieran de lo rutinario. Pero si exteriormente era el modelo perfecto para hacer de maniquí de un uniforme, por dentro era el arquetipo del soldado, pues siempre estaba dispuesto a emocionarse con las arengas y a identificarse con las ideas dominantes del grupo, fueran estas las que fuesen.

 

 

Hice como que transigía y él corrigió rápidamente la conversación para sacarme del atolladero emocional en que a su juicio me encontraba. Me habló de la atmósfera («ya no me acordaba de qué color era el cielo», me dijo), del aire limpio («mis pulmones chocan contra las costillas, como antes de que nos invadiera el humo») y de la comida («huele a potaje, huele al potaje que nos hacía mi abuela cuando yo era pequeño»). Baso había convertido la extirpación de mi despecho en el único objetivo de sus afanes. De poco me sirvió sonreírle, llevarle la corriente e incluso manifestarle expresamente que me sentía bien, pues no me dejó ni a sol ni a sombra. Nos pusimos juntos en la cola de la cena, y mientras aguardábamos en ella, me señaló a la gente que la configuraba y me dijo que me fijara en su rostro. «Todo el mundo lleva la esperanza dibujada en el semblante», aseguró. Luego, cuando me sirvieron la comida en la bandeja que me habían dado tras pasar mi tarjeta por una ranura, intenté escabullirme entre la multitud, pero él me siguió y se sentó en el suelo conmigo. Aunque a mí me extrañó no haber visto a heridos o viejos en la cola, nada le planteé al respecto. A él, en cambio, lo que más le llamó la atención, y así me lo descubrió en la charla que tuvimos, fue la cantidad de jóvenes que había por doquier. Finalmente, ya de noche casi cerrada, después de devolver las bandejas y pasar nuestra tarjeta por la correspondiente hendidura, me cogió del brazo, me llevó hasta la claridad que proporcionaba una de las lámparas alimentadas por los grupos electrógenos que rugían a los lejos y leyó el papel de los servicios: «A las ocho, sesión religiosa en todos los templos».

–¿Por qué no vamos? –me dijo luego.