Alma Reimo

Alma Reimo, con tacones, era casi tan alta como Libuell, tan alta como sus escoltas y mucho más alta que su secretario y que yo. Alma Reimo parecía una vedette disfrazada de ama de casa y tenía a partes iguales el sexy de las novicias y de las putas. Alma Reimo era tan impresionante que a su alrededor se multiplicaban los tropiezos y los tartamudeos.

 

A Alma Reimo se la suponía llevando la penitencia de sus renuncias. Si se le hubieran conocido varios amantes, si hubiera sido un punto altanera, si hubiera sido menos dada al cumplimiento estricto de sus principios morales, su perfección habría resultado intolerable, pero daba la sensación de ser una mujer que en el fondo de todo sufría, y ese sufrimiento la redimía a los ojos de los electores y la hacía aún más atractiva.

 

–No lo veo, no sin mis gafas. ¡La dichosa edad! –dijo.

Dicho por otra mujer, la alusión a la edad quizá hubiera sido de mal gusto, pero el tiempo había obrado en ella con tan extremada sapiencia que al citarlo fue como si se hubiera referido a una labor de artesanía. Lo hizo, por tanto, por coquetería, y yo le seguí el juego.

–La edad no deja la misma huella en todos los cuerpos –comenté.

Y la palabra «cuerpo», siendo el de aquella mujer tan magnífico, produjo el efecto del que menta lo carnal por antonomasia. Se rio levísimamente, esa fue su respuesta.