Trío de amor y de muerte

 

Los cadáveres están hacinados

cerca de los cañones o esparcidos

sobre el pastizal de los altozanos,

todavía calientes. Se oyen quejidos

ahogados. Entre el humo de las piras

y la pólvora, se adivinan brazos,

piernas, cabezas, intestinos, tiras

de piel, sustancias confusas, retazos

de carne y hueso e insolente gelatina

gris confundida con las bayonetas,

los cascos de guerra y una chamusquina

de camisas escarlatas. Inquietas

corrientes nacen de los cuerpos rotos

y, tras formar cascadas de mutismo,

tiñen un arroyo que cruza ignotos

territorios y se hunde en un abismo

grana. Dormita Muerte (una leve

sonrisa en los labios) sobre un camastro

de despojos que suaviza el relieve,

bajo una vieja estatua de alabastro.

Marte contempla la escena desde una

cumbre cercana. ¿No deseaba Muerte

una gran prueba de amor?: por fortuna,

aquí estaba. Como con una suerte

de desidia fatal, ella se levanta

serena, arrogante. Aún resuenan

en sus oídos gritos de la garganta

de la batalla, ecos que gangrenan

las raíces de los árboles. Suspira:

“Plutón, ¿Qué otra prueba puedes pedirme?

Marte me ama, y su loco amor, ¡mira!, 

he utilizado en tu provecho, firme

e  infernal rey”. Negros pájaros chillan

desde diferentes puntos del cielo,

amparados en el humo. Retrillan

resueltos corceles libres el suelo

plagado de agonizantes. Ve Marte

una sombra alargada y corre presto

a buscarla. Su camino comparte

flores con miradas vacías y un gesto

común de desesperación. Transita 

entre los restos y pisa fangales

tibios donde concurren la inaudita

presencia de criterios demenciales

y la más usual de vísceras. Llega

muy fatigado hasta Muerte. “Señora 

de la vida, Majestad de mi ciega

pesadumbre, como leal poseedora

de mi voluntad, me pediste un río

de sangre con el que saciar tu sed.

Está cumplida mi manda, confío

en que lo veas y aguardo tu merced:

he aquí este cauce horrible que me llena

de vergüenza. Mas, por ti, hecho está

y bien hecho". Sonríe Muerte, obscena:

“¡Ignorante guerrero! ¿Calmará

mi sed un torrente? ¿Acaso olvidas

que mi sed es eterna? Evapórate,

déjame contemplar las escondidas

bondades del paisaje. Asesórate

antes de tratar conmigo otra vez.

Vete”. Marte se marcha atormentado.

Cuando sus gritos –plenos de acidez-

no franquean el cuerpo desdibujado

de la niebla, clama Muerte: “Plutón,

¡oh, mi amado señor! Me prometiste

tu amor como original colofón

permitido al mío, y me propusiste

que probara mi amor con un presente

palmario. Estas son las almas para

tu hoguera. Nunca fue tan evidente

un amor. Ahora, respeta tu clara

promesa y concédeme el fabuloso

deleite de ser tu amante”. El suelo

se abre con escándalo, ominoso.

En las grietas enormes cae un revuelo

de cuerpos, estandartes y cañones.

Desde el fondo de la Tierra, la voz

de Plutón resuena: “Tengo misiones

más gratas que la de avistar tu atroz 

rostro. Bien, sé que me amas. Sin embargo,

¡qué necia eres! ¿Me demuestras tu amor

para que te ame? Tu cariño amargo,

¿quién lo puso en duda? No soy traidor: 

siempre estuvo dentro de mí el problema.   

Y yo no puedo amarte: el amor

vive en el cielo y mi gran anatema

es ser rey del infierno. Soy acreedor

permanente de infelicidad. Vete.

Estoy condenado a la soledad.

Estoy forzado a darme este banquete.

Márchate y déjame con la lealtad

de mis muertos”. Muerte se va vacía,

y debido a su gigantesca talla,

cuando desaparece, todavía

su sombra cubre el campo de batalla.

 

                                                                                        Juan Bosco Castilla