Nohire abrió finalmente la puerta. Yo, que narro esta historia con la parsimonia o la premura que me dictan las impresiones que guardo en la memoria, debería extenderme en este pasaje para describir la violenta emoción que recibí en el momento de verla. Pero –créame el lector– he procurado hacerlo y no he sabido. Lo que ahora lee es el último borrador de centenares de pruebas. Durante días he intentado rellenar esta página con descripciones justas y de mérito. Todo ha sido sin provecho. Nada de lo que he escrito tiene el poder de la descripción porque hay veces que para narrar no vale la prosa, sino la música o la poesía, que son más dadas a la exaltación de lo eminente, y ni este es sitio para la música ni a mí me ha sido dada la divina virtud de trenzar versos. 

Abrió la puerta y yo la vi, eso debe ser suficiente.

 

 

"¡Su hermosura era tan atormentadora! ¡Qué más daban mis congéneres, el orbe que se hundía y lo demás! Si todo hombre en su sano juicio hubiera dado su vida y su alma por hallarse un rato en mi situación; si hay largas existencias que se justifican por un acontecimiento brevísimo; si una vida plena está hecha de aciertos y de errores y tan necesarios son los unos como los otros a la hora de hacer su balance, ¿por qué iba yo a dejar pasar la posibilidad de hundirme en el misterio del éxtasis y la locura, aunque con ello me hundiera también en el error?"

 

 

Si hay una agresión en lo horrible, si la hay en lo feo y lo antiestético, si resulta insoportable la visión de lo repulsivo, si lo horroroso provoca un rechazo con el que debemos convivir en no pocas ocasiones, también hay una agresión en lo extraordinariamente hermoso, también genera infelicidad lo que desearíamos conseguir y no podemos porque somos más torpes, o más débiles, o más feos, o, simplemente, menos afortunados, también resulta insufrible lo sublime, porque tan insoportable como el rechazo insatisfecho, o más aún, es la atracción insatisfecha.

 

 

No fue horror, sino fastidio lo que sentí, y no pensé en que a aquellas horas otros muchos habitantes de Sholombra estarían muertos en sus casas, atacados por las ratas y las cucarachas, ni en que si los servicios de protección civil y de emergencias no funcionaban, tampoco debían de funcionar las unidades de vigilancia intensiva de los hospitales, ni los paritorios, ni los quirófanos, aunque se siguieran construyendo puentes sobre el Novorm, ni en que si la sociedad organizada no era capaz de retirar los cadáveres de las carreteras, tampoco lo sería de enterrarlos o incinerarlos, no reparé en nada de eso porque tenía a Nohire en la negra espesura de la sangre y en los membrudos nervios de las manos y en la voz clamorosa de mi sexo, y, por todo ello, su figura deslumbrante acudía a mi cabeza como una obsesión gruesa, mucho más física y mucho más torva que la que genera el simple enamoramiento, porque la muerte de dos hombres, una mujer y una niña eran para esa obsesión como el chasco de una mierda en un palacio de sedas y cristales.