"Ania estaba dormida y desnuda y en algún lugar del mundo de afuera los ciudadanos estaban empezando a salir a la calle para iniciar otra jornada más, igual de huera que todas las anteriores y, en consecuencia, estúpidamente desaprovechada. Ania estaba dormida y yo la observaba indagando en la anatomía de su alma con el distraído ensimismamiento que un amante de la Geografía explora un mapa meticuloso de lugares inexplorados. No había paisaje más hermoso, ni acción más intemporal, ni mayor justificación para haber nacido que hacer lo que yo estaba haciendo".

 

Para Ania, poseerme a mí en medio de aquel caos era tanto como poseer al acontecimiento histórico que vivíamos: se le puede hacer el amor a una desconocida y en esa mujer imaginar a todas las mujeres. Se puede orinar al abismo desde la cresta de una montaña con la solemnidad del que moja a cada uno de los habitantes de la Tierra. Se puede hacer el amor en el ojo del huracán que configura la Historia con la sensación de que posees y eres poseída por las descomunales fuerzas que la mueven.

 

Nos pusieron un café y hablamos de algo que no recuerdo mientras yo me dedicaba por completo al goce de dejarme cautivar por el alma de ella. No podía haber hermosura mayor en la naturaleza ni dicha mayor que poseerla. Y por poseerla como la poseía su novio lo hubiera dado todo, incluida esa sucesión de días infructuosos y prescindibles que era mi vida.