En la manifestación

Cuando los dieciséis líderes sindicalistas oyeron los gritos feroces que rompían el silencio posnuclear de la calle, se detuvieron, se miraron e hicieron correr una pregunta sobre lo que les estremecía que por la inmediata lluvia de televisores no les dio tiempo a contestar. Sin soltar la pancarta, buscaron la protección de la marquesina del cine Maravillas, que casualmente llevaba varias semanas proyectando la película La Revolución de Noviembre, en la que se contaba el amor de una pareja de adolescentes bajo el doble yugo de la sociedad y de sus padres en el lejano marco histórico de aquella revolución gloriosa. Mientras los sindicalistas sufrían la metralla de los artefactos que se estrellaban contra el suelo, se respondieron (ahora sin preguntarse y todos a la vez) a las causas de aquel desbarajuste de cómic con las certezas aprendidas en los sueños, que no sirven de mucho en la realidad, por surrealista que esta sea. De hecho, los sindicalistas no le encontraron explicación a la marea humana que de pronto apareció por la calle y, galopando y vociferando como una jauría de demonios recién exorcizados, se dirigió hacia ellos a través de un chaparrón de electrodomésticos. No supieron qué hacer, su mente no estaba habilitada para procesar lo que estaba ocurriendo en aquella esotérica escena y se quedaron quietos, aferrados a su pancarta primero y luego guareciéndose detrás de ella, como los niños se protegen de los monstruos que construye su imaginación con el embozo de las sábanas. Fue inútil, claro, y la turba se les echó encima, se arremolinó bajo la marquesina y formó un mogote sobre los cuerpos destrozados al que no dejó de sumarse gente hasta que alguien dijo ahora por los progresistas y la voz se extendió por la muchedumbre, que poco a poco tomó el camino de la cercana plaza de la Libertad, adonde estaban confluyendo verdaderos ríos de espectadores traumatizados que se incorporaron a la concreta fijación de los que venían envalentonados con el daño producido a los sindicalistas.