Pirindolo

El perro se levantó y empezó a corretear delante de mí. Entonces, sentí el cuchillo en mi mano derecha.

– Supongo que me querrías aunque lo fuera –le dije–. Supongo que cualquier tarde, aunque hubiera cometido los crímenes más horrorosos, te sentarías conmigo a ver ocultarse el sol, y lo mismo harías por la mañana para verlo salir. Un ser humano necesita de alguien que lo quiera así, ciegamente, como quieren las madres, que ponga siempre su amor por encima de la calidad de sus actos y sus omisiones, que, llegado el caso, intente encubrirlo, lo defienda y vaya a visitarlo a la cárcel.

El perro se acercó y se alejó de mí varias veces. Yo había decidido no matarlo cuando le pregunté:

– ¿Quieres venirte con nosotros? Nos esperan largas jornadas de mucho caminar y mucho riesgo.

Me miró a los ojos. ¿Qué le importaba a él la extensión de los días?

– Ven aquí –le pedí al tiempo que le hacía un gesto con la mano izquierda.

De una carrera se colocó a mi derecha y yo envainé el cuchillo y le acaricié la cabeza y el lomo. ¿Qué le importaban a él los peligros?

– ¿Deseas tener amigos? –le pregunté–. Con nosotros los tendrías. Hasta Impreciso, que ahora quiere devorarte, acabaría siendo tu aliado, quizá el mejor de todos.

El sol siguió subiendo sin que me diera cuenta y mis compañeros de grupo se despertaron. Altea asomó por la esquina del edificio.

– No lo matarás –me dijo divertida, a manera de buenos días, al verme jugar con el animal–. Te ha conquistado. ¿A quién se le ocurre cederle la delantera a un perro?