Dam

Desde hacía más de una semana, el único morador del inmueble era un hombre de unos cincuenta y cinco años, meticuloso, diligente y seguidor tan cabal de principios irreprochables que su bondad se había hecho insoportable para su mujer, quien acabó fugándose con un comercial de seguros, y para sus tres hijos, a quienes había educado con sermones y ejemplos, aunque sin reprimendas ni castigos.

 

Vivía en el quinto piso. Desde el descansillo, lo sentí ocupado en asuntos banales, quizá leyendo a la menguada luz del ocaso, y sentí el brinco que dio su corazón al oír mis golpes sobre la puerta. Sé que se levantó y se quedó pendiente de los ruidos, alerta, pero sin saber qué hacer. Yo insistí, y cuando mis golpes se hicieron apremiantes e indicaron que quien llamaba sabía que el piso estaba habitado, se decidió a acercarse e investigar por la mirilla.

 

Hablaba de los males ajenos, no de los suyos, como si los otros tuvieran cánceres y gangrenas y sus dolencias fueran al espíritu lo que al cuerpo es un resfriadillo, pero yo, que veía las coseduras y los desgarros de sus adentros, sabía que su historia no tenía nada que envidiar a la del más desgraciado de los suicidas del Novorm. «Hay personas de dolores públicos y trabajosos –pensé– y personas como esta, de calvarios ignorados hasta para su familia, que metabolizan el dolor y lo convierten en alimento».

 

Dam era un sujeto en el que no se debía confiar, o, al menos, al que por mor de su simpleza no se podían entregar fuertes responsabilidades. Incluso la gestión de su propia vida nos pareció una empresa que le venía grande, y si tenía comida y agua cuando otros con más talento y más carácter carecían de ellas, solo era porque en las circunstancias más extremas la Naturaleza premia a lo que flota sobre lo que nada.