Libuell

Debieron transcurrir un par de horas antes de que viéramos una figura en el horizonte y casi un cuarto de hora más hasta que el hombre en el que se concretó estuviera a nuestra altura. Venía de la dirección que habíamos traído nosotros. Tendría cuarenta años. Era alto y muy delgado, estaba calvo excepto en las sienes y la nuca, donde el pelo, de rodales negros y cenicientos, le había crecido desmesuradamente, y se había recortado la barba a tijeretazos temblorosos que le habían dejado la cara llena de trasquilones. Vestía un largo y raído abrigo negro cuyos faldones aleteaban con cada uno de los largos pasos de su caminar, que consumaba encorvado y mirando al suelo, como ido. En sus manos portaba una bolsa en la que guardaba (cuando lo descubrí, me dieron escalofríos) el original de un libro de recetas de cocina escrito por él mismo.

 

– Es mío: yo soy Libuell –ratificó.

Si nos hubiera mostrado un álbum de sus fantasmas familiares, no nos habríamos sorprendido tanto. Nuestro asombro le dio alas para seguir explicándose. Dijo:

– Durante cientos de años, nuestra cultura ha tenido la labor de cocinar a la misma altura que la de fregar o barrer. Comer era estrictamente alimentarse. Las recetas se han transmitido de padres a hijos y de cocinero a cocinero sin modificaciones ni aportaciones propias. Yo, en cambio, considero que la cocina puede ser un arte. En la cultura que sustituya a la nuestra habrá dramaturgos y escultores, pintores y coreógrafos, músicos y poetas. Los cocineros perseguirán la belleza tanto como los arquitectos y los ingenieros. Sé que puede resultar grotesco pensar así en medio de tanta destrucción y tanta hambre, pero créanme, algún día el placer será una función más de la comida. Y entonces, el creador de un libro como el mío estará muy estimado socialmente, tanto como el más reputado de los escritores de novelas.

Ya nos parecía bastante raro que un escritor de novelas fuera considerado por la sociedad, pero que lo fuera alguien cuyo mérito se circunscribiría a recomendar algo tan simple como poner en las comidas un ingrediente u otro se nos antojaba de todo punto increíble.

 

 

Plantas como las que el cocinero había echado a la olla abundaban por aquellos lugares. El saber que eran comestibles, aunque gastronómicamente fueran tan poco recomendables como la alfalfa, valía en aquellas circunstancias más que todas las carreras de ingeniería y de leyes juntas y más que todo el dinero del banco de La Unión y toda la belleza y toda la maestría de las putas finas de Sholombra.

– Convendría que no se extendiera por ahí esta pericia –le dije–, o una muchedumbre de muertos de hambre saldrá al campo y lo esquilmará.

Libuell, que necesitaba un pequeño reconocimiento para salvar su ego, tuvo suficiente con el que iba implícito en la intimidad que yo le brindaba. Asintió haciendo un mohín y, con esa voz suya que parecía venir del hueco fondo de la tierra, me dijo orgulloso:

– También sé cocinar ratas y conozco la receta para que la carne humana parezca de ternera.