La alegría propia

De su revolución me interesaba la atracción de lo prohibido y la ropa interior de sus adeptas. Me interesaban las revolucionarias, y, de ellas, ella, y, de ella, no todo. Me interesaba su cabello, inesperadamente vivo y travieso; me interesaba la mancha oscura de su pubis casi totalmente depilado, un triángulo mínimo bajo el mínimo triángulo transparente de la braguita tanga y, como liberación, no me interesaba otra que la de sus tetas de la dulce opresión del sujetador negro con encajitos. Por eso cuando al fin vi libres los anhelantes pechos de aquella revolucionaria, cuando la contemplé con el cabello largo y suelto y ya solo vestida con un tanga transparente, no me adherí a ninguna alegría, sino que sentí la alegría propia que da el placer en vísperas de consumarse, tan íntima y personal como íntimo y personal es el dolor, y, como el dolor, tan incomprensible para otros. “Estas tetas han amamantado a dos criaturas”, me desveló. Entonces creí que se enorgullecía de su carácter instrumental, hoy sé que lo hacía de su firmeza. Tenía motivos, y eso que no eran pequeñas. En aquel momento me parecieron la forma más tentadora que pudiera diseñar el Creador: dos elevaciones simétricas cuya función de proporcionar belleza no era inferior a la de dar leche, el sustento del alma unido al sustento del cuerpo, porque al hombre le son necesarios esos órganos para existir como animal, pero también le son imprescindibles para dinamizar su espíritu. “¿Te gustan?”, me preguntó. “Sí” (la voz apenas me salía del cuerpo). “Son tuyas. Puedes hacer con ellas lo que quieras”.