Gobberski

Gobberski había pronosticado una revolución de brazos caídos, de electores que lo mismo generaban colas kilométricas en las oficinas de desempleo que en los estadios de fútbol para entregar el subsidio de un mes por ver trotar a un jugador que ganaba mil veces lo que ellos. Pronosticaba un mundo en el que el Banco Central de Occidente fabricaba billetes que valían menos por la mañana que por la tarde, en el que los psiquiatras y los psicólogos vivían angustiados porque ni tenían respuestas para los problemas que se les planteaban ni tiempo ante la creciente demanda de asistencia y en el que las organizaciones de caridad ocupaban el lugar de los servicios públicos y el trueque sustituía a los hipermercados. Gobberski se acordó con nostalgia de su cátedra de Teoría del Estado y de sus paseos de la mano de su mujer por un jardín botánico que había junto a uno de los puentes colgantes de Boalís, se acordó de una novela que había mandado ocultando su nombre a innumerables editoriales y no publicó hasta que la envió con su firma, en la que describía un Occidente imposible de gobernar poblado por electores que no votaban con papel, sino mostrando el código de barras con el sentido de su voto que se habían grabado con un hierro candente, se acordó del día en que se afilió al partido, del día en que lo nombraron líder de los progresistas, de todas las veces que los periódicos progresistas lo habían dado como ganador del debate televisado frente al líder del partido Conservador y se acordó de las declaraciones que había efectuado después de perder las últimas elecciones legislativas: «Aquí no gobernará nunca un progresista, por bueno e inteligente que sea, porque en este país hasta los obreros son de derechas». Gobberski fue uno de los pocos habitantes de Nógdam que no tiraron la televisión. Cuando el señor Suelo en funciones de sindicalista informante apareció en la pantalla, él sintió que el futuro resuelto por su novela había llegado de improviso y, temiéndose lo peor, se abandonó a una postración definitiva.