Autorretrato amable

 

            Tenemos mucha información sobre nosotros mismos, pero solemos utilizarla para disculparnos o para castigarnos. Por eso, mantengo desde hace tiempo que la opinión conjunta que tienen sobre nosotros quienes nos rodean es más fiable que la nuestra. No puedo, sin embargo, hacer una encuesta sobre lo que piensan de mí quienes mejor me conocen: ni ello sería técnicamente posible ni yo soportaría toda la verdad, dado que en ese círculo se mueven mis sentimientos.

            Si quiere saber de mí por lo que de mí hay en mi obra, mi consejo es que el lector no se fíe mucho de lo que escribo, pues aunque dejo que las situaciones se creen solas y que los personajes actúen por su cuenta (como si nacieran de mi verdadero ser), esas situaciones y esa forma de actuar vienen más condicionadas por la naturaleza humana que por la mía. Dicho de otro modo, ni siquiera los deterministas más acérrimos pueden decir que conocen a Dios por la manera en que actúan los seres humanos.

            Como no estoy seguro de querer presentarme como creo que soy ante tanta gente, mi autorretrato debe ser superficial y amable. Algunos datos, sin embargo, no pueden soslayarse: nací en 1959 en Pozoblanco, un pueblo del norte de Córdoba (España), donde vivo actualmente. Me licencié en Derecho por la universidad de Córdoba y en Ciencias Políticas y Sociología por la UNED y desde los 25 años soy secretario e interventor de un ayuntamiento. Estoy casado y tengo dos hijos. Conservo los amigos de la infancia y vivo cerca de la casa de mis padres. He escrito miles de páginas y me gusta pensar que alguna de ellas, quizá sólo unas cuantas líneas, ha merecido la pena.

            No hay por qué descubrir mucho más. O quizá no lo haya. En todo caso, siempre he pensado que la nostalgia es un error, quizá porque mi vida ha sido cómoda y, en cierta manera, lineal. No añoro casi nada de lo que he vivido y tengo una gran facilidad para olvidar. Mi nostalgia, si eso puede llamarse así, es del tiempo perdido y de lo que no hice cuando pude hacerlo. Me hubiera gustado ser catedrático de universidad de una asignatura teórica y rara, saber idiomas y cumplir multitud de proyectos inocentes, que con los años han emergido en forma de frustración, como cantar en un conjunto de feria, tocar la guitarra o ser triatleta. Ahora que lo pienso, mi afición por la escritura tal vez provenga de la diferencia que existe entre el bohemio que me hubiera gustado ser y el funcionario ordenado que soy.

            Cuando era joven, me era difícil estar en un sitio sin hacer algo y encontraba en un libro el socorro contra el aburrimiento. Ahora, no me aburro nunca, y me divierte lo que antes me aburría, como estar sentado viendo pasar a la gente (pocas actividades hay más creativas que esa). Cuando era joven, dedicaba mucho tiempo a leer y muy poco a escribir. Ahora, leo poco y escribo mucho, tal vez porque prefiero montar mi propio juego a jugar con el que han montado otros. Y cuando era joven, creía que todo el conocimiento estaba fuera de mí y, sin embargo, hablaba como si lo supiera todo, mientras que ahora procuro extraer mucho conocimiento de lo que tengo dentro, enredado y disperso, y me doy cuenta de lo que pueden enseñarme los otros, aunque en el fragor de la conversación parezca lo contrario.

            Duermo poco de noche, pero echo siesta. Me gusta levantarme temprano, hacer fotos al amanecer y andar por los caminos de Los Pedroches. De entre todos los sitios, el mejor es el que aún no he descubierto. Si volviera a nacer, tendría menos miedo y viviría de otra forma, aunque no me gustaría nacer para ser lo que no he sido, sino para completarme. Vivir muchas vidas es mi ideal de la eternidad.

            De lo dicho hasta ahora, el lector comprenderá que tenga más proyectos que recuerdos y que cualquier día me ponga a andar y no pare hasta haberle dado la vuelta al mundo.