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La cerca

© Juan Bosco Castilla

 

 

             Una tarde de otoño, al salir de la escuela, descubrimos una cerca en las afueras donde los escombros formaban colinas blancas, los jaramagos crecían entre botes de plástico y latas de conserva y olía a gato muerto. Saltamos la pared sin pensarlo y corrimos detrás de una pelota, subiendo y bajando por los montones, apedreando lagartijas y abollando las latas a patadas. La pelota explotó en una alcayata clavada en el suelo como un hierbajo seco.
            Al día siguiente, según habíamos planificado en el recreo, unos apartaron los hierros y los cristales más grandes mientras los demás señalábamos el campo con tiras de plástico y construíamos con piedras las porterías. Llevábamos ya preparada una pelota irrompible, hecha con los restos de la vieja, papel de pega, guitas y tela.
            A partir de entonces, desde que salíamos de las permanencias y hasta que el municipal gordo encendía las bombillas de las afueras, no paramos de correr entre las basuras y los escombros de la que enseguida consideramos nuestra cerca.
        Pepe Losilla, buscador incansable de hierros viejos y cartones en las inmediaciones, jugó pronto con nosotros, aunque más de boca que otra cosa: “Eh, tú, desmárcate, chuta con izquierda, haragán, ten cuidado con esa lata, no os peleéis”. Alguna vez fuimos con él a vender la mercancía. Pepe Losilla y Pedro El Pinji, el operario de la empresa compradora, nunca estaban de acuerdo en el peso, y eso que eran muy amigos y que se convidaban en una taberna cercana con el producto de la venta. Pedro no tardó en venir a la cerca a hacer de entrenador de un equipo mientras Pepe hacía de otro.
            El municipal gordo que encendía las bombillas de las afueras se acercó un anochecer para reñirnos, porque aquel suelo era municipal. Pero, nada más verlo aparecer, Pedro y Pepe le recordaron los tiempos en que iban juntos a robar membrillos a las huertas del camino de Los Álamos. Desde aquel día, el municipal gordo no faltaría ni una tarde para hacer de árbitro con el pito de asustar a los niños.
            Cuando  Pedro compró la televisión, quiso que fuéramos los primeros en verla. Hasta dio una pequeña fiesta. El municipal gordo se bebió más de un libro de vino y media caja de cervezas y Petra, la mujer de Pedro, tuvo que freír a la carrera otro kilo de patatas. Aquel día el municipal gordo prometió comprar unas porterías, y él era hombre de palabra.
            Tardaron poco en hacerlas unos carpinteros del pueblo. Las pusimos entre todos y un cura amigo del municipal gordo bendijo los palos en latín, como se bendice un gran monumento.
            Como las porterías no se merecían un campo así, allanamos como pudimos los montones y, asesorados por el municipal, pusimos un cartel que decía “prohibido arrojar basuras”. El cura, que nos había cogido cariño, vino corriendo con el agua bendita a inaugurar el cartel. La verdad es que el cura acabó yendo todos los días: cuando no era el nuevo drenaje era la pelota nueva o el nuevo pito del municipal gordo. No tardó mucho en olvidar las bendiciones, en remangarse la sotana y correr como uno más. Otro día el cura apareció con una bolsa grande llena de camisetas. El municipal se molestó un poco: ¿y para el árbitro? El cura le dejó la sotana. “Los árbitros van de negro, como los sacerdotes”, dijo.
            Poco a poco fue acudiendo público a la cerca. Incluso fueron niñas coquetas con el traje de los domingos y niños chulos con mucha envidia. Como había más gente que en la iglesia, el cura aprovechaba los intermedios para pedir vocaciones subido en la semiderruida pared de piedra y, si había sido fiesta de guardar el día anterior, resumía el sermón de la misa.
            Una tarde el cura dijo que faltar a las permanencias para jugar al fútbol en la cerca no era más que pecado venial y se perdonaba rezando un padrenuestro. Cuando el director de nuestro colegio, que también era sacerdote, se enteró, se presentó en la cerca hecho una furia. El cura, que lo vio venir, le dijo “mente sana en cuerpo sano, don Francisco”, le habló del apostolado y del Concilio, le recordó las veces que había dicho misa juntos y, por fin, le permitió dar una clase de campaña al finalizar los partidos. “Muchachos –dijo el director-, no daremos permanencias, pero el colegio seguirá cobrando: esto se considera educación física”.
            Los padres no estuvieron demasiados conformes con el cambio, porque el provenir de futbolista era brillante pero dudoso. Para congratularse con ellos, al director se le ocurrió una idea genial: ¿y si se hacía un equipo de veteranos? El padre de Faustino, que había sido de los más contrarios, fue el primero que se apuntó, y detrás de él se apuntaron muchos.
            Cuando el alcalde se enteró de lo del equipo de veteranos, quiso saber de quién era el invento y reírse un poco y se presentó en la cerca. Iba trajeado y con un aire muy solemne. “A ver, ¿quién ha dado permiso para ocupar este bien municipal?”, dijo.
            El cura, el director, los padres, Pedro, Pepe y nosotros le respondimos a voces y todos juntos describiéndole cómo habíamos encontrado la cerca y cómo estaba ahora y le preguntamos por qué no había en el pueblo un solo campo de fútbol. El alcalde casi echa a correr. Pasó algunos días avergonzado, pero como a él le gustaba presidir acontecimientos y allí había mucha gente, pronto quiso hacer suya aquella idea desde sus orígenes, con el mismo afán que si la hubiera parido en exclusiva. “Vecinos, esta semana vendrá una cuadrilla de albañiles a hacer los vestuarios”, dijo a los pocos días. El alcalde anunciaba casi todas las semanas una obra nueva: “Unos fosos para el banquillo” “Una pizarra para la clase de campaña” “Un púlpito desde donde resumir el sermón de la misa”. Una noche entraron unos gamberros en los vestuarios y rompieron las duchas. El alcalde ordenó entonces que levantaran una tapia infranqueable alrededor del campo.
            Cuando el cura creyó que estábamos preparados, concertó un partido con el equipo del pueblo vecino. El resultado fue desastroso. ¿Qué podíamos hacer niños con mucha técnica contra la fuerza bruta de muchachos mucho mayores que nosotros? Nadie nos riñó. Pero al día siguiente estábamos de nuevo en las permanencias, preparando el examen de ingreso. El cura y el alcalde fueron a otros pueblos en busca de jugadores grandes y fuertes que nos sustituyeran. A partir de entonces el fútbol nos costaría un duro de los de aquella época.